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5 abril 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Nace la concebida Inmaculada (1 de 2)
Dios recoge toda su contemplación de la belleza de lo creado, el amor a todos los hombres, el querer al pueblo escogido, el sentir más puro de la gente, y crea al fin su obra de arte: Santa María. Ella es, dice San Andrés de Creta, «la arcilla divinamente modelada por el artista divino, la materia perfectamente adecuada para una encarnación divina».
La Virgen es concebida de un modo natural por sus padres, pero sin la mancha del pecado original. Y a los nueve meses nace la Niña.
Ya la tenemos con nosotros, y ya la podemos alabar: Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios/". Por eso se comprende que clame San Juan Damasceno: «Venid naciones todas del mundo; venid habitantes de toda la tierra, de toda lengua, de toda edad y dignidad..., celebremos juntos el nacimiento de aquella que fue la alegría de todo el universo».
Para una descripción objetiva de la infancia de la Virgen sería necesario saber explicar cómo es la sencillez natural, porque sólo de este modo se puede considerar la vida de Santa María desde los primeros años. Mientras su alma va alcanzando las cimas más altas del querer a Dios, todo en Ella es límpido: vive con sus padres, Joaquín y Ana; con ellos tenemos los cristianos una inmensa deuda, pues explica también San Juan Damasceno: «¡ Oh bienaventurados esposos Joaquín y Ana! Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció el Creador el más excelente de todos los dones, esto es, aquella Madre casta, la única digna del Creador. Ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que de modo único y excepcional cultivaría siempre la virginidad en la mente, en el alma y en el cuerpo. ¡Bienaventurados los brazos que te llevaron, los labios que tuvieron el privilegio de besarte!». Sus padres le enseñan a rezar y a querer la historia sagrada de su pueblo.
Pasa el tiempo, y un día concreto su corazón comienza a latir de amor por José: yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana.
Santa María reza a su Padre Dios pidiéndole que venga pronto —cuanto antes— el Mesías; le urge con audacia filial, y esa oración suya es mucho más valiosa que el clamor de todos los que la han precedido en la historia de Israel.
Su alma inmaculada quiere también reparar por los pecados que cometen los hombres y desea compensar tanto desamor a su Padre bueno. Para ello, desagravia, y reza constantemente por nosotros. Godofredo d'Aumont considera: «El espíritu atribulado de María ofrecía a Dios lágrimas por la salvación y redención del género humano». El mismo espíritu de desagravio hemos de vivir sus hijos: No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jaculatoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo. Desagraviar por las faltas ajenas, y por las propias: Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo —prueba de su cariño por ti— de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús.