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29 abril 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

VOY A PROMULGAR UN DECRETO DE YAHVE. EL ME HA DICHO: «TU ERES MI HIJO, YO TE HE ENGENDRADO HOY»
El nacimiento a la gracia
El nacimiento a la gracia viene acompañado de unos cuidados especiales por parte de Dios y exige, por la nuestra, delicadeza y atención para no volverla a perder. Si comparamos el nacimiento a la gracia con el comienzo de la vida, comprenderemos mejor.
«El niño, en cuanto nace, comienza a recibir. Después de esa vida que le acaban de dar, viene el sostenimiento. Para mantener a esa criatura y para que su desarrollo sea el más perfecto posible, la madre no escatima nada. Ni el sueño, tan necesario para ella; ni el cansancio, porque no lo advierte. Están por encima esos cuidados, los primeros y por tanto los más importantes que dependen exclusivamente de ella. El niño recibe y exige la presencia y las atenciones de la madre.
Durante la primera infancia, todavía no se vale por sí mismo, va conociendo las personas y las cosas porque se las enseñan. Le dicen cuál es el nombre y le explican la función de cada una de ellas. Entonces, su vida está llena de preguntas: ¿por qué? Esta interrogación constante, y que desde fuera se hace a veces pesada, la responde una y otra vez la madre, sin impacientarse».
En el momento en que nosotros nacemos a la gracia de la filiación divina, vamos descubriendo un mundo distinto, damos un enfoque sobrenatural a todas nuestras acciones. El color y la belleza de las cosas presentadas por Dios nos atraen. Todo es fácil, pues la gracia suple, de momento, nuestras deficiencias y nos empuja sin muchos esfuerzos por nuestra parte. Es la hora de recibir pasivamente y la hora de formarse en el amor. Ahora tenemos la oportunidad para preguntar, para saber lo que el Padre está realizando en nosotros.
« Cuando el niño pequeño empieza a andar, su madre le coloca las piernas, le enseña cómo debe dar el paso y, además, le tiene sujeto para que no se caiga. Si la caída se inicia, la mano fuerte que le agarra le impide caer al suelo. ¡Cuántos traspiés hasta llegar a andar! ¡Qué ilusión tiene la madre con los adelantos que va consiguiendo de su hijo! En seguida se entera toda la familia de que ya está a punto de andar solo».
A nuestro Padre le pasa lo mismo. Nos tiene bien sujetos, vigila los esfuerzos que hacemos y se alegra con los progresos obtenidos.
Cuando nos ve cansados, empeñados en subir un peldaño del que siempre descendemos por inexperiencia, nos coge en sus brazos y sin ningún esfuerzo nos lleva hasta arriba.
En el aprendizaje hay también momentos difíciles en los que notamos la exigencia divina, limando las aristas que endurecen el corazón o nos pueden alejar del camino. A semejanza de los padres que en algunos momentos de la vida de sus hijos, aun doliéndoles el corazón, los reprenden porque saben que es el mejor modo de educarlos. El amor de un padre no se demuestra dejando que su hijo haga lo que le venga en gana.
Por eso, Dios Padre nos pide cosas que nos cuestan. O nos manda un dolor para purificarnos, o una desgracia para que nos apoyemos más en El.
«La primera vez que surge entre madre e hijo la falta, el desamor, la madre lo acusa de un modo fuerte y el hijo con confianza, entre los brazos de la madre, llora y pide perdón».
En el Padre, el refugio es seguro. Tenemos conciencia del perdón y la sonrisa de Dios nos alienta y nos ayuda a continuar.
El crecimiento en la vida interior es necesario. Dios nos prepara para que entremos en la edad adulta. Así, El puede mantener una conversación íntima con nosotros para descubrirnos sus designios con la seguridad de que va a ser correspondido.
La madurez necesita un período en el que nos vamos desarrollando con naturalidad; exige una fidelidad, no sólo a los deseos del Padre, sino también a descubrir sus gustos, y dárselos antes de que llegue la petición.
«He aquí que la madre, ante el hijo ya formado por ella misma, se enorgullece, habla de él como del mejor hijo del mundo, con tanta naturalidad y sencillez que el que escucha se admira siempre».
¿Cuánto más nuestro Padre Dios? Le parecemos lo mejor que ha salido de sus manos, cada uno en particular, con nombre y apellido, y El, que puede, puesto que es el Omnipotente, nos llena de gracia y de dones.
«Y ahora la madre contempla a su hijo, al que ha dado todo y del que espera que se comporte como ella lo pensó, como ella lo hizo. Paciente siempre, sonriente, extiende sus manos en espera de esa correspondencia».
Ha llegado el momento de definirnos como hijos de Dios, de demostrar que sabemos corresponder al Amor.
«¡Qué triste sería ver las manos de la madre en una actitud de espera incierta!»
Como hijos de Dios hemos llegado a esa madurez que nos exige una demostración de que somos verdaderamente hijos suyos. Y precisamente ahora, Dios Padre, como esa madre, extiende sus manos en busca de ese amor filial.