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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
La grandeza de la maternidad divina (2 de 2)
En la Iglesia aparece, una vez más, el júbilo de los hijos de Dios. «La verdad os hará libres», ha dicho Cristo. Esa verdad liberadora surge de lo más hondo y se manifiesta con alborozo.
La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante esas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: «el pueblo entero de la ciudad de Efeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comentaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la Iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada». Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.
Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestro labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.
Jesucristo como Dios es Hijo del Padre desde siempre, y como hombre es Hijo de María desde el momento de la encarnación, cuando la Virgen pronunció el fíat, el sí a los planes de Dios, movida por la fe. Este Hijo lo ha concebido primero con la mente, con su consentimiento libre, y después en el seno, precisamente por medio de la fe; así lo explica la encíclica Redemptoris Mater, siguiendo la doctrina tradicional ya glosada por los Padres de la Iglesia, comenzando por San Agustín, que insiste repetidamente en esta idea: «La bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo... Tras las palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».
Por la fe de la Virgen María se realizó el misterio de la Maternidad divina, y entonces, como explica San Juan Crisòstomo, «El que no cabe en todo el mundo se encerró en las entrañas de una Virgen». Por eso la Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. «La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios». No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima".
Santa María ha colaborado eficazmente a la reparación del pecado original de Adán y Eva. Dios, en su infinita misericordia, saca grandes bienes de los grandes males; por culpa de nuestros primeros padres entró el pecado en el mundo, y para reparar esa culpa vino el Salvador a la tierra. Felix culpa, canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María.
Así lo han considerado siempre los cristianos. Explica San Juan Crisòstomo: «Una virgen, un madero y la muerte, fueron el signo de la derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte el castigo de Adán. Mas he aquí que de nuevo una Virgen, un madero y la muerte dejan de ser signo de derrota y se convierten en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la Cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo (...). En un árbol derrotó Cristo al demonio»; y afirma San Proclo de Constantinopla: la Virgen «ha aportado un remedio a la tristeza de Eva; ha enjugado las lágrimas del que llora; ha llevado el precio de la redención del mundo».
Eramos pecadores y enemigos de Dios. La Redención no sólo nos libra del pecado y nos reconcilia con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación. «Como el primer Adán —dice San Basilio— no nació de hombre y de mujer, sino que fue plasmado en la tierra, así también el último Adán, que había de curar la herida del primero, tomó cuerpo plasmado en el seno de la Virgen, para ser, en cuanto a la carne, igual a la carne de los que pecaron».
Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios Hombre. Una de las magnalia Dei, de las maravillas dé Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer «la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.