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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
O memoriale mortis Domini, panis vivus, vitam præstans homini
Centro y raíz de la vida espiritual
Nuestro Fundador, en sus catequesis, se esforzaba en explicar la íntima relación existente entre la Última Cena, la Cruz y la Misa. En momentos en los que, en no pocos ambientes, se oscurecía la esencia sacrificial de la Eucaristía, puso especial hincapié en el infinito valor del Santo Sacrificio.
Con palabras asequibles a todos, comentaba en una ocasión: «Distingo perfectamente la institución de la Sagrada Eucaristía, que es un momento de manifestación de amor divino y humano, y el Sacrificio en el madero de la Cruz.
En la Cena, Jesús estaba pasible, no había padecido aún; en el Calvario está paciente, sufriendo con gesto de Sacerdote Eterno. Jesús está allí clavado con hierros, después de haber santificado el mundo con sus pisadas, y muere por amor de cada uno de nosotros: toda su sangre es el precio de nuestra alma, de cada alma».
Con esa inmolación, el Señor nos ha obtenido una redención eterna (cfr. Hb 9, 12).
Este sacrificio «es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así pues, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas».
San Josemaría supo acoger este legado de fe y vivirlo a fondo en todas sus implicaciones. Siguiendo el consejo y el ejemplo de los Santos Padres, buscó siempre imitar —a lo largo de cada día— lo que se realiza en la Misa, y esto mismo aconsejaba a los demás: «¡Que te identifiques con ese Jesús Hostia que se ofrece en el altar!».
Siempre se ejercitó en lo que enseñaba: la Santa Misa, como centro y raíz de la vida espiritual del cristiano, constituyó el fundamento de cada una de sus jornadas. Y lo supo meditar y transmitir a la luz de su contemplación profunda del Misterio eucarístico.
La Misa «es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo.
»El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias.
Éste es el sacrificio que profetizó Malaquías (...). Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley.
»La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación».