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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El llanto de la Magdalena (2 de 2)
He visto llorar a mucha gente. Muchos de ellos, como deshechos humanos, golpeados por la desgracia, la enfermedad, los pecados y los vicios más aberrantes, situados en lo más profundo de la miseria y sumidos en la desesperación. Y me han dado ganas de llorar a mí también cuando, al ofrecerles la mano sanadora de un Dios que ha venido a vendar los corazones desgarrados, les he visto alzar la cabeza imponiendo condiciones. Buscaban la ayuda de Dios, pero no estaban dispuestos a pagar «cualquier precio», no lo habían dado todo por perdido. Acudir a la Eucaristía, rezar diariamente, buscar la compañía de un grupo en que sentirse apoyados y alentados en su fe... eran condiciones demasiado duras. Sus lágrimas no eran las de la amada del Cantar, ni las de Agar. Eran lágrimas con precio. Y yo me pregunto, cada vez que me encuentro ante una situación así, hasta dónde tiene que caer un hombre para darse cuenta de que no es nada, sino un pobre mendigo ante Dios.
Llora María de Magdala; lo ha entregado todo, ha puesto cuanto estaba de su parte, y su presencia en el sepulcro es un viaje al límite de sus fuerzas, al último lugar, al punto en que perdió de vista a su Señor. No puede más, y se desmorona y llora, porque no le queda nada; lo entregó absolutamente todo a un amor que le ha sido arrebatado.
Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma estoy de amor (Ct 5, 8).
También ella, como Pedro, aunque de un modo distinto, llora su propia muerte. En María brilla ahora el reflejo de la amada del Cantar, de Agar, de la viuda de Sarepta, de Elías, de Ester y de tantos otros. Las lágrimas de la Magdalena están preñadas de historia sagrada y de sabiduría. Nunca, en la Escritura, ha dejado Dios de prestar oído a un llanto como ése.
Oyó Dios la voz del chico, y el Ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está. ¡Arriba!, levanta al chico y tenle de la mano, porque he de convertirle en una gran nación». Entonces abrió Dios los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al chico (Gn 21, 17-19).
«SE HAN LLEVADO A MI SEÑOR»
Y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto» (Jn 20, 12-13).
Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad: «¿Habéis visto al amor de mi alma?» (Ct 3, 3).
Un diálogo inconcluso
«Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado centinelas» (Is 62, 6). De noche hacen su ronda y turnan sus guardias para proteger la ciudad. Allí, junto a los muros de la Elegida, han encontrado a una mujer que llora desconsolada. En su carrera sin rumbo, ha llegado hasta el final, hasta la puerta guardada de la ciudad. Allí, desconsolada, rompe el silencio con sus gemidos.
Aquellos hombres se acercan y le preguntan el motivo de su llanto. Si esto le hubiera sucedido unos días antes, ella se habría avergonzado, y, componiendo su rostro, azorada, habría replicado secamente antes de marcharse, intentando recuperar su dignidad. Pero, hace unos días, aún no lo había perdido todo. Ya nada le importa, ni su apariencia deshecha, ni su cuerpo desvencijado por el sueño, el llanto y la angustia, ni las lágrimas que bañan sus mejillas. La presencia de esos hombres no es bastante para hacerla salir de su dolor.
La Amada les contesta en un lenguaje al que ellos no pueden acceder: «¿Habéis visto al amor de mi alma?» (Ct 3, 3). No les dice su nombre, no le describe, no les da ningún dato para identificarle fuera del que sólo ella puede entender. La Amada y los centinelas se hallan en mundos distintos, y la escena se vuelve tan disparatada como real. Sin embargo, nada sabemos de aquellos guardianes. No hay respuesta de su parte en el Cantar, más que el silencio. Y es ese silencio, tan expresivo como misterioso, el que cubre como un velo la naturaleza de aquellos centinelas que guardaban la ciudad.