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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El llanto de la Magdalena (1 de 2)
Arrebatada por el dolor y sin rumbo, como una hoja llevada por el viento, ha recorrido una y otra vez las calles y las plazas con su herida a cuestas. Pero la noche parece haber escondido las huellas de su amado. Está exhausta, no sabe dónde ir, y la llaga de su alma, abierta como nunca, taladra con el dolor también sus huesos. Ha llegado al límite en su angustia y ha agotado sus fuerzas. «Le busqué y no le hallé» (Ct 3, 2). Vencida, se derrumba y rompe a llorar. Es el llanto de Agar, la madre de Ismael:
Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata, y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues decía: «No quiero ver morir al niño». Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar a gritos (Gn 21, 15-16).
La sed de Agar, el hambre de la viuda de Sarepta (cf. IR 17, 12), y la del mismo Elías (cf. IR 19, 4), el desfallecimiento de Jonás en el desierto (cf. Jon 4, 8)... Son la misma plegaria. Todos ellos han llegado al límite de sus fuerzas buscando calmar un deseo que estaba más allá de su alcance. Pero, en un momento dado, su última baza está jugada y el objeto de sus ansias sigue lejos, muy lejos. Es la hora de afrontar la propia impotencia, la vocación de mendigo que hay en todo hombre, herido de una sed que él mismo no puede saciar. Exhausto y bloqueado en su capacidad de actuar, el ser humano se desmorona y llora. Es llegado el tiempo de ponerse de rodillas ante Dios y convertir las lágrimas en un llanto de fuego, de impotencia y de confianza a la vez. Es la hora de decir, como Ester: «acude en mi socorro, que estoy sola, y a nadie tengo, sino a ti» (Est 4, 17t).
Esta oración es valiosísima, porque está hecha desde la más absoluta pobreza. Un hombre que cree tener todas sus necesidades satisfechas nunca entenderá esta plegaria. Pero tampoco sabrá nunca quién es él, ni quién es Dios, hasta que, carente de todo auxilio humano, llevado al límite de sus fuerzas, y presa de un deseo ardiente cuya realización está fuera de su alcance, haya dejado brotar de sus labios esa oración. Todos nosotros llevamos grabado a fuego en nuestras almas ese deseo, porque el espíritu humano nace ya con la nostalgia del Dios vivo. Pero hay quien se resigna a vivir con esa sed hasta olvidarla en medio de un ruido absurdo, y hay quien, como la amada del Cantar, no sabe, no puede, no quiere vivir con esa herida, y busca desesperadamente el rostro de Dios. He escuchado a muchas personas decir que les gustaría tener fe, pero en un gran número de ocasiones expresan este deseo con la misma avidez con que dirían que les gustaría visitar la India, o ir de vacaciones a Mallorca. Quien desea tener fe y no está dispuesto a jugárselo todo por conseguirla, no la encontrará jamás. Otros muchos dicen que quieren vivir en gracia de Dios, pero, tras perderla a causa del pecado, no tienen inconveniente en esperar al fin de semana para acudir al sacramento del Perdón. Entretanto, se consuelan con otros «auxilios», más propios de esta tierra, de los que hubiera renegado asqueada la reina Ester.
Son muchos, desgraciadamente, los cristianos para quienes faltar a misa un domingo supone haber negado un tributo a Dios, pero de ninguna manera sienten la avidez insoportable de quien se ha quedado sin comer. Vuelven a la Iglesia más arrepentidos y temerosos que hambrientos. La única explicación que se me ocurre para esta religiosidad disparatada es que el hombre de hoy, habituado a tenerlo todo y a pagar por ello, ha sepultado en falso su hambre de Dios, la única que le convierte en mendigo, porque nada puede comprar para saciarla. Sólo nos preocupan las necesidades que podemos aplacar con dinero, y la única necesidad que nos obliga a ponernos de rodillas y a suplicar como pordioseros la hemos acallado en medio de un ruido inmenso, o la hemos querido convertir en objeto de mercado. Con una frecuencia cada vez mayor, los sacerdotes tenemos que recibir a personas en situaciones matrimoniales irregulares que protestan indignados porque la Iglesia les niega la Comunión. No suplican como un mendigo ante algo que no puede comprar, como quien está dispuesto a darlo todo por conseguir un bien preciado; más bien protestan como lo harían en unos grandes almacenes porque se les niega el acceso a un artículo bonito. No quieren perder lo que tienen, no quieren cambiar de vida, pero exigen algo a lo que creen tener derecho, como si se tratara de un objeto más del mercado. No es el hambre lo que los mueve, sino la indignación. Y, con todo, sería absurdo cargar sobre estas personas pecados que están a veces en la entraña misma de nuestra mentalidad de intelectuales burgueses. Rodeados por un tumulto de falsos consuelos, hemos acallado el hambre de Dios, y tanto la reina Ester como Agar, y, sobre todo, la esposa del Cantar o la Magdalena, personas que lo habían dado todo por perdido y que ya sólo deseaban a su Señor, renegarían de nosotros.