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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
LOS LABIOS ABIERTOS DE LA TIERRA (2 de 2)
Con plena seguridad podemos decir que la Santísima Virgen sufrió, y mucho, aquellas horas de ausencia física de su Hijo. Nos respalda la secular tradición cristiana de la Virgen Dolorosa y la estremecedora profecía de Simeón. Pero, con la misma seguridad, sabemos que la Virgen vivió aquella noche con todas las ventanas abiertas, porque su fe nunca flaqueó como la de los once o la de las santas mujeres. Nos respalda ahora el dogma de la Inmaculada Concepción, por el cual la sabemos libre de pecado, incluso venial. El alma de María de Nazaret no tenía cortinas, y por ello el primer rayo de luz de la mañana inundó su alcoba, antes que ninguna otra realidad creada, con el gozo de la Vida eterna recién vertida en un mundo hasta entonces a oscuras. No me gusta fantasear con la vida de la Virgen. Lo que no sé no quiero inventármelo, porque no haría jamás justicia a la hermosura de la obra maestra de Dios, y porque estoy demasiado enamorado de mi Madre como para adjudicarle mis estúpidas creaciones. Pero me gusta adivinar, contemplar la luz tras las rendijas y fijar mis ojos en el mínimo detalle que la Escritura me ofrece para gozar, en cuanto me es permitido en esta vida, la visión de su belleza. La mayor parte, la que ahora se me oculta, la dejo para un abrazo filial que tendrá lugar algún día, cuando también yo haya cruzado a la otra orilla. Ahora bien, la luz que brota de esas queridas rendijas es más que suficiente, si los ojos humanos se fijan en ella con amor, para poder afirmar con seguridad que la Santísima Virgen fue el primer ser humano que vio con sus ojos de carne a Cristo resucitado. También ahora me siento respaldado por una antigua tradición cristiana que así lo afirma, pero además sé que esta afirmación encuentra una asombrosa sintonía con todos los datos que la Escritura nos ofrece.
Las pistas que la revelación y la misma naturaleza nos muestran para acercarnos cautelosamente a la intimidad de la Madre de Dios en este domingo son sumamente expresivas, y muestran senderos ocultos pero limpios que conducen sigilosamente a la puerta de su alcoba en esta mañana. Hemos seguido uno de ellos, pero hay más, muchos más. A cualquier ser humano que tenga madre le es familiar, aun sin salir de lo asombroso, la sintonía interior que, de alguna manera, siempre existe entre madre e hijo. Varias escenas evangélicas, como la de las bodas de Caná, permiten escuchar en el fondo del alma el eco del finísimo entendimiento interior que había entre Jesús de Nazaret y la Santísima Virgen. El diálogo entre ambos está lleno de sobreentendidos que sólo se desvelan desde la lógica de esa sintonía entre Una y Otro, en la que son más expresivos los silencios que las palabras, y éstas sólo pueden ser correctamente entendidas si se saben interpretar los silencios. Se dice muy poco, porque casi todo se sabe antes de decirlo; no hace falta expresar verbalmente lo que esos dos corazones sienten al unísono. Cuando, rodeado de una inmensa muchedumbre, Jesús recibe el aviso de que su Madre y sus hermanos están fuera esperándole (cf. Le 8, 19-21), no hace falta que nadie le diga lo que sucede: sus parientes quieren llevárselo por la fuerza, alegando que está enajenado (cf. Me 3, 21), y han presionado a María para que vaya con ellos. Muy probablemente, la Santísima Virgen no se hizo de rogar: mejor estar allí que dejarle solo en manos de sus enemigos. Todo esto Jesús lo sabe, y su Madre sabe que lo sabe. Cualquier lector inadvertido se escandalizará ante las palabras que entonces pronuncia el Señor: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Le 8, 21). A muchos quizá les suenen como un repudio de su parentesco natural, en el que extrañamente estaría incluida la Santísima Virgen. Quizá escandalice aún más el hecho de que Jesús no salió entonces a recibir a su familia. Y, sin embargo, ante aquella multitud, semejantes palabras adquirieron el sentido de un privilegio. Para sus parientes, el gesto y las palabras de Jesús fueron todo un desprecio. Pero nunca conoceremos en todo su alcance el alivio y el gozo que inundaron el corazón de María al oír unas palabras que, como flechas sujetas a unas cuerdas, ligaban luminosamente el corazón del Hijo al de la Madre, y desprendían, allí dentro, el aroma suave de un halago, de un reconocimiento a la docilidad de la Hija predilecta de Dios: «sé lo que has sufrido, sé quiénes son ellos, y sé que por tu obediencia y tu amor eres verdaderamente mi Madre».
Esta sintonía interior se revela maravillosamente en el Calvario, donde el corazón de la Santísima Virgen sentirá cada una de las llagas que abrasen el Corazón dolorido de su Hijo. Sufre Cristo y sufre María, y la Redención se hace divinamente armoniosa en el arpegio de dolor y amor que sube al cielo.
En esta unión interior, más fuerte que la que media entre cualquier madre y su hijo, porque las realidades que a través de ella se comunicaban eran mucho más trascendentes, la muerte de Cristo fue un hachazo terrible que se interpuso entre ambos. Durante día y medio, la Santísima Virgen quedó sumida en un silencio estremecedor. Y, pasado este tiempo, al estallar como una fiesta la mañana de la redención, al despertar triunfante del sepulcro el Sol de la Historia humana y volver a latir el corazón de carne que se formó de las purísimas entrañas de María, ¿cómo no creer que el corazón de la Madre despertó también, bañado en gozo? ¿Cómo no creer que fue la primera que compartió el júbilo de aquel con quien había gustado las hieles de una única Pasión?
Ni sé que ocurrió dentro de aquella alcoba ni quiero saberlo; no deseo violar la intimidad del amor de Madre más tierno de la historia humana, ni del cariño filial más rendido que jamás brotó de un corazón de hombre. Simplemente, me llena de gozo el reflejo de la luz que de allí brota en esta mañana de gloria.