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4 marzo 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

YO HE CONSTITUIDO MI REY SOBRE SION, MI MONTE SANTO
¿Cómo fue recibido Cristo?
Acuden a su llamada los pobres; los limpios de corazón. Aquellos pastores que entendieron al coro de Ángeles; los magos, que, desprendidos de sus riquezas, trabajaban, se fatigaban tras un telescopio y por eso recibieron la señal que les llevó hasta Cristo.
También reciben esa llamada los que lógicamente deberían estar más cerca de Dios, los que en aquel tiempo servían al Templo: los escribas y fariseos. Estos, conocedores de la Ley, al ser interpelados por Herodes, buscan en los libros sagrados y descubren el lugar exacto del nacimiento de Cristo. Pero son hombres altaneros, pagados de sí mismos, el velo de la soberbia que les cubre no les deja ver con claridad que el Mesías ha nacido. No quieren saber nada más. Lo olvidan.
Herodes, el rey, obra de manera astuta, pide a los Magos que le informen del lugar exacto. No desea que viva otro rey que pueda destronarle.
La misma variedad de disposiciones encuentra Jesús ahora, al venir a las almas: unos le reciben con el corazón abierto de par en par, otros le buscan con afán y algunos lo rechazan de plano. No desean que reine en su corazón.
Pero ¿cómo sabemos que nos llama el Señor? ¿Qué señales concretas podemos consignar?
En el Evangelio encontramos una llamada general y concreta, que no hace distinciones, ni ofrece lugar a dudas: «Sed perfectos —dice Cristo— como mi Padre Celestial es perfecto».
Luego, de modo continuado, Jesús va haciendo advertencias, va provocando inquietudes en las almas a través de cosas en sí diferentes: una conversación, un buen libro, una predicación, una llamada interior al cruzar una calle. Ante una desgracia o en un momento de felicidad, la voz de Cristo pide: ¡más!
¿Por qué tardamos en responder? ¿Qué se necesita para la correspondencia a esa llamada urgente del Señor?
Todo en la vida necesita un clima, una preparación; un ejercicio continuado es preciso para realizar con perfección cualquier cosa. Nos preparamos con tiempo, se estudia a fondo un plano para construir un puente o una casa. Damos vueltas mil y mil veces a un proyecto que no acabamos de ver con suficiente claridad. Reconocemos la falta de experiencia, el poco conocimiento de la materia y estudiamos con profundidad aquel asunto, pidiendo consejo a quien entiende, a quien es competente en la materia.
En lo que se refiere al trato con Dios, no queremos dejar que el tiempo lo solucione porque no lo solucionará y mucho menos aceptar soluciones rápidas e imperfectas que después nos van a dejar intranquilos. Es totalmente necesario el estudio, recapacitar sobre la petición divina y aceptar con sencillez algo que nosotros no habíamos previsto.
Es una realidad que para esto se precisa la práctica de una virtud, que a fuerza de nombrarla sin ejercerla podemos haberla desfigurado.
Si no la hemos ejercido, el polvo del tiempo ha ido poniendo encima una capa inmensa que resulta algo difícil de sacudir, pero no imposible. Para responder a esta llamada urgente de Cristo en las almas es necesaria la sinceridad.
Es una virtud que no crece sola, va rodeada de un cortejo inmenso de otras virtudes, como son la nobleza, la lealtad, la naturalidad, que hacen que el cristiano, a través de la gracia, las eleve al orden superior y allí responda a Dios.

La sinceridad
La sinceridad es una virtud que está de moda, y a la que inconscientemente hemos colgado muchos «sambenitos».
Se dice que es sincero aquel que hiere. Aquel que usa modales bruscos para demostrar que su sentimiento está de acuerdo con sus palabras. El que huye de su hogar porque no se atreve a enfrentarse con un problema de amor y busca soluciones fáciles. El que dice en alta voz lo que siente, pase lo que pase.
La sinceridad no es una virtud que consista en ir manifestando a diestra y siniestra nuestros pensamientos y nuestros deseos. La sinceridad es algo más profundo y serio.- La sinceridad es saber enfrentarse primero con uno mismo, después con Dios y luego con los demás.
La sinceridad descubre nuestro modo de actuar, la objetividad que puede haber en nuestras obras, la aceptación de unos defectos que combatir y de unos talentos o virtudes que hay que ir haciendo fructificar. Nos hace reconocer nuestros fallos y aceptar una dirección sabia, sabiéndonos débiles.
El cerrar los ojos a una realidad no conduce a ningún fin. Es semejante esta actitud que sostenemos los hombres con nosotros mismos a la del niño pequeño que al taparse los ojos cree que no le ve nadie y pregunta: ¿dónde estoy?, o se queda quieto en un rincón con la seguridad de que no le van a descubrir. Taparnos los ojos para no ver es acostumbrarnos a una oscuridad que acabará por volvernos ciegos.
Sinceridad con Dios, saber colocarse en su presencia como buenos hijos que esperan la indicación del Padre. Saber introducir a Dios en nuestra vida. Sin complicaciones, sin dar vueltas a lo que nos pide. Sinceridad al responder a sus llamadas con recta intención. ¿Qué ganamos con engañarnos a nosotros mismos?
Sinceridad en el trato con los demás. Saber brindar la amistad y el consejo sin egoísmos. No guardar para sí lo que pertenece a los demás. Ser consecuentes. Ponderar, escuchar, comprender.