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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
LA APARICIÓN A MARÍA MAGDALENA
En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma.
Busquéle y no le hallé.
Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma.
Busquéle y no le hallé.
Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad:
«¿Habéis visto al amor de mi alma?»
Apenas habíalos pasado, cuando encontré al amor de mi alma.
Le aprehendí y no le soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió (Ct 3, 1-4).
Los acontecimientos redentores de la muerte y resurrección de Cristo, contemplados bajo el haz de luz que hoy nos regala el Cantar de los Cantares, adquieren un colorido extraordinario. Todo el drama de la Pasión y el despertar de la nueva Vida se nos muestran como el desarrollo de la relación amorosa entre un hombre y una mujer. Ambos personajes se han sumergido hasta tal punto en el ámbito creado por estos lazos que sólo les conoceremos como «el Amado» y «la Amada». Dos amantes sin rostro, y un drama sin nombres propios que esperaron durante años a alcanzar la solidez de lo histórico, el momento concreto y ansiado en que dos seres de carne mostraran, ante el mundo entero y ante la historia, las verdaderas dimensiones de aquella belleza, de aquella pasión y de aquel drama.
En esta mañana de domingo, el Amado y la Amada ya tienen nombre: son Cristo y la Iglesia, el Esposo y la Esposa. Y es ahora cuando la lectura del Cantar de los Cantares tiene música evangélica. Todo es nuevo hoy, y muy especialmente es nueva la Escritura. Tendremos ocasión de meditarlo detenidamente. Pero, como anticipo de la luz que habrá de alumbrarnos en unas horas, dejemos que resuene en nuestras almas este cántico divino mientras contemplamos a la Amada, la Iglesia, personificada ahora en María de Magdala, en su loca búsqueda de Aquel que se marchó de su lado dejándola sumida en tinieblas.
El capítulo tres del Cantar y los versículos once y siguientes de Juan 20 describen realmente la misma escena, si bien lo hacen desde dos posiciones distintas: la de Juan, narrando el suceso histórico tal y como tuvo lugar en el tiempo y el espacio; y la del Cantar, desvelando la carga de sentido que, en el juego amoroso de la Redención, cobra cada uno de los movimientos de los protagonistas. Uniendo ambos relatos, el encuentro de Jesús de Nazaret con María Magdalena en el huerto de José de Arimatea nos desvelará verdades eternas y amores divinos, nos situará ante la Noticia de las noticias, y comenzará a alumbrar, ante nuestros ojos, la luz clara y serena del día que ya no tiene ocaso.
LA ESPOSA DEL CANTAR DE LOS CANTARES
Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro (Jn 20, 11).
En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé (Ct 3, 1-2).
Unos ojos tristes abiertos a la noche
Es de noche en la alcoba de la Amada. Desvelada quizá por un mal sueño, abre sobresaltada sus ojos bañados en lágrimas. Todo son tinieblas. Una y otra vez cierra y abre sus párpados, restriega con las manos sus pupilas, y no hay ni un tímido reflejo de la luz. La oscuridad podría cortarse en esta noche. La tristeza es casi infinita. Antes de dormirse, sus ojos eran una fiesta. Recuerda haber bailado, reído y hasta soñado despierta. Pero ahora mueve nerviosa la cabeza, dirige su mirada aquí y allá, buscando quizá la puerta de la alcoba, y deseando que una ranura le deje posar sus ojos en un eco de la luz... Es de noche. Nunca ha estado tan triste.
El primer momento de nerviosismo ha pasado; también pasaron las preguntas incesantes de los once y ya no le duelen los desprecios. Ahora le duele la noche. Las otras mujeres, las que fueron con ella al sepulcro, deberían ser una compañía. Sin embargo, cada una padece a solas. Ni siquiera el inmenso dolor es capaz de unir en un mismo llanto sus almas, porque las tinieblas apenas permiten ver a quien sufre cerca. La soledad es inmensa. El sueño de aquel varón vestido de claridad que anunciaba la luz junto al foso de la muerte se ha desvanecido. Aquellos hombres le han hecho abrir los ojos y despertar del todo al valle de las sombras. Era eso, un sueño, y si no lo hubieran mencionado quizá ahora aún cabría algún consuelo. Pero ya no queda nada. Sólo la noche.