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2 marzo 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

LOS LABIOS ABIERTOS DE LA TIERRA (1 de 2)
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos (Jn 20, 8-9).
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor (Sal 39, 2-4).

La aparición de Jesús a su Madre

Una vez más, será la Santísima Virgen quien nos dé la pauta para entrar en el alma de Juan. Salvadas las distancias que median entre ambos, su forma de amanecer al nuevo día fue semejante, como semejante fue su forma de amar y ser amados por el Señor.
No tenemos noticia exacta del momento en que la Madre de Jesús conoció la resurrección de su Hijo. El encuentro entre ambos, abrazo entre el tiempo y la eternidad, pertenece al más estricto secreto del amor, y sus detalles nos están justamente velados. El carácter excepcional de la elevación de la naturaleza humana en la Santísima Virgen, su lugar singularísimo en el drama de la redención, y la intimidad de la relación que medió entre tales Madre e Hijo, hacen explicable el silencio acerca de esta aparición. Y así debe ser, porque el amor entre dos personas tiene momentos secretos que no se pueden ni deben desvelar.
Y, sin embargo, de la misma manera que el amante atrevido ronda el hogar de la persona amada sin osar jamás entrar, estremeciéndose al son de la luz que brota de las ventanas, y esperando impaciente que el abrirse de una puerta le entregue una vez más el rostro más querido, así deseo yo rondar estar mañana la alcoba de la Virgen, adivinando, hasta donde la ayuda de la gracia me lo permita, el latir jubiloso de dos corazones presos del gozo eterno. Quiero vislumbrar desde la puerta cerrada (¡jamás la abriría!) el reflejo de la luz que esta mañana inunda la alcoba de la Madre de Dios, y las rendijas de esa puerta serán para mí antorchas ardientes de eternidad capaces de iluminar mil mundos.
En los relatos de las apariciones de Jesús resucitado, cuyos detalles tendremos ocasión de contemplar detenidamente, se descubre una pauta común, un estilo definido conforme al cual el Señor revela su nuevo rostro al hombre. Esta manifestación tiene lugar siempre como un diálogo entre la fe del hombre y el Amor de Dios. Como siempre, es el mismo proceso del despertar de cada mañana. Conforme el hombre va abriendo, primero los ojos y luego las ventanas, su realidad se va llenando de luz. Del mismo modo, veremos que a medida que la fe de aquellos primeros fue cobrando fuerza, el rostro de Cristo resucitado se desvelaba como una realidad inmediata, cercana, gozosa e inapelable. Desde la Magdalena, prendada del Calvario, hasta Tomás, cuya incredulidad raya la impertinencia, será la fe del hombre la que marque el ritmo de esta escena de amor en la mañana.
Tendremos que volver a este diálogo, hasta verlo desplegado en cada uno de sus personajes, pero la pauta que en él se sigue nos permite acercamos a la alcoba de María de Nazaret y escuchar el eco de lo que allí ocurre. Porque sabemos que la fe de la Inmaculada no flaqueó nunca, no se debilitó jamás. También ella, desde luego, cruzó, como todos los mortales, la noche del sábado. El sol de sus ojos le fue arrebatado violentamente el viernes por la tarde, a la hora de nona, y su afectividad y sus sentidos quedaron sumidos en la noche más espesa. No es ahora momento para detenemos en ello, pero el libro de las Lamentaciones iluminaría sorprendentemente nuestra oración del Sábado Santo:
Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor +que me atormenta, con el que Yahweh me ha herido el día de su ardiente cólera. Ha lanzado fuego de lo alto, lo ha metido en mis huesos. Ante mis pies ha tendido una red, me ha tirado hacia atrás; me ha dejado desolada, todo el día dolorida (Lm 1, 12-13).