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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Defensa del carisma fundacional
Desde el 2 de octubre de 1928 hasta que el Señor se lo llevó al cielo, en junio de 1975, transcurrieron casi cuarenta y siete años. Todo ese tiempo lo dedicó con plena fidelidad a cumplir el querer de Dios: realizar el Opus Dei. Un aspecto importante de esa misión fue la defensa del carisma fundacional y esculpirlo en el cauce jurídico adecuado, para que la Obra permaneciese siempre como el Señor la había querido. No olvidéis, hijos míos escribía en 1934—, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que «cumplimos un mandato imperativo de Cristo».
En los primeros años después de la fundación, tenía que caminar con las luces que le iba comunicando el Señor y con la experiencia que adquiría con el paso del tiempo, contando únicamente con la aprobación diocesana.
Por la expansión de la Obra en muchos países, la necesidad de que algunos laicos del Opus Dei se ordenasen sacerdotes para atender a los demás miembros de la Obra, y también debido a fuertes contradicciones externas, llegó el momento en que se hizo necesario que el Opus Dei tuviese una constitución jurídica, adecuada a su carácter universal, dentro del Derecho Canónico de la Iglesia.
¿Qué es lo que yo quería? —explicará pasado el tiempo el Beato Josemaría—: un lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vocación y con las exigencias de la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino sobrenatural, donde quedaran, claros y nítidos, los rasgos de nuestra fisonomía espiritual.
En estas páginas no se va a tratar del largo y doloroso sendero que tuvo que recorrer don Josemaría hasta dejarlo todo preparado, y así pudiesen ser aprobados, siete años después de su muerte, la solución jurídica definitiva de la Obra y los Estatutos que él había redactado. Ante tan largo caminar, ante tantas dificultades, sólo se va a considerar con brevedad cómo Mons. Escrivá de Balaguer acudió constantemente a Nuestra Madre la Virgen para que se solucionase este grave asunto.
El año 1946, don Álvaro del Portillo —que estaba en Roma enviado por el Fundador— le escribió dos cartas al Padre, diciéndole que a su juicio era necesario que fuese a Roma para allanar los obstáculos, agilizar los pasos subsiguientes y obtener la aprobación pontificia. Por tener entonces Mons. Escrivá de Balaguer una diabetes muy fuerte, el médico le desaconsejó ese viaje a Italia, pues podía provocar un proceso de agravamiento e, incluso, un fatal desenlace. A pesar de todo, él decidió ir: Ante esas dificultades —escribiría— vine a Roma, con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima y con una fe encendida en Dios Nuestro Señor.
Fue de Madrid a Barcelona, deteniéndose en Zaragoza para rezar a la Madre de Dios en el Pilar, y luego en el Monasterio de Montserrat. En Barcelona, acudió a la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de la ciudad, para poner en manos de la Virgen las intenciones que le llevaban a la Ciudad eterna. Cuatro meses más tarde —en otro viaje que hizo de España a Roma— acudió de nuevo a esta Basílica para seguir pidiéndole a la Virgen de la Merced por la feliz solución de sus gestiones romanas.
Pasaron los años y el camino jurídico definitivo no se solucionaba todavía de forma definitiva y plenamente adecuada al carisma fundacional; don Josemaría seguía con la idea clara de que la Obra estaba bajo el manto de la Virgen, y acudía constantemente a Ella con la jaculatoria ya mencionada: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepara un camino seguro. Apoyaba esa oración con sus sacrificios y un apostolado agotador, pidiendo incesantemente a sus hijos y amigos que ofreciesen Misas, oraciones, horas de trabajo, sufrires..., todo lo posible para alcanzar del Señor y de su Madre bendita esta gracia, esta voluntad divina.
En 1951, el Beato Josemaría presentía graves daños para el Opus Dei, pero no sabía de qué se trataba. Acudió a la Madre de Dios. Comentando este hecho, escribió más tarde: No sabiendo a quién dirigirme aquí en la tierra me dirigí, como siempre, al cielo. El 15 de agosto de 1951, después de un viaje —¿por qué no decirlo?—penitente, hice en Loreto la consagración de la Obra al Corazón dulcísimo de María. Al poco, la Virgen deshizo lo que se estaba fraguando contra el Opus Dei: gente ajena a la Obra intentaba romper su unidad, y así disgregarla.
Dispuso, además, que cada año se renovara esta Consagración de la Obra a la Virgen en todos los Centros del Opus Dei del mundo entero, el 15 de agosto. Con el paso del tiempo renovó esta Consagración repetidas veces, en diferentes santuarios dedicados a la Madre de Dios: Lourdes; Fátima; Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza; Einsiedeln; Willesden; la Medalla Milagrosa, en París; Pompei; Guadalupe, en México; etc.
A lo largo de su vida, a la vez que con fortaleza heroica defendía el carisma fundacional y asentaba las bases jurídicas definitivas, hizo innumerables romerías a la Virgen aprovechando viajes apostólicos, pidiendo por la Iglesia y por esa intención. A los citados anteriormente, se pueden añadir como ejemplo —pues son incontables las iglesias y santuarios marianos que visitó— sus romerías a la Aparecida, en Brasil; Chartres, en Francia; Lo Vásquez, en Chile; Torreciudad, en España; Luján, en Argentina; María Pótsch, en Viena, y Nótre Dame, en París.