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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
In Cruce latebat sola deitas, at hic latet simul et humanitas
El ladrón arrepentido
A diferencia del otro malhechor, Dimas reconocía sus culpas, aceptaba el castigo merecido por sus ofensas y confesaba la santidad de Jesús: «Éste ningún mal ha hecho» (Lc 23, 41).
También nosotros rogamos al Señor que nos acoja en su Reino.
Para recibirle más purificados en nuestro pecho, confesamos nuestras culpas y le pedimos perdón; cuando sea necesario también, como la Iglesia nos enseña, acudiendo antes con dolor constructivo al sacramento de la Reconciliación:
«Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; (...) con tanta más diligencia (el cristiano) debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad, señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: "El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor" (1Cor 11, 29).
Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: "Mas pruébese a sí mismo el hombre" (1Cor 11, 28).
»La costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental».
La humildad de Cristo crucificado movió a Dimas a no engreírse y a aceptar con mansedumbre el sufrimiento, rechazando la tentación de rebelarse. «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario...
—Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz».
Imitemos al latro pœnitens en la disposición humilde, con mayor motivo, porque el ejemplo de anonadamiento en la Eucaristía, que contemplamos con la fe, es aún mayor que aquél que él vio con sus ojos en el Calvario.
Cuando el "yo" se alce soberbio, reclamando derechos de comodidad, sensualidad, reconocimientos o agradecimientos, el remedio es mirar al Crucificado, ir al Sagrario, participar sacramentalmente en su sacrificio.
A esa conclusión llegaba nuestro Padre, que cerraba así ese punto de Camino: «Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!».