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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El ESCENARIO DE UN ROBO (1 DE 2)
A la vez que Pedro contempla la tumba de Cristo, quiero yo contemplar ese cadáver de Pedro, porque su sombra me persigue día y noche. La tentación del activismo, disfrazada de mil formas piadosas, acaba siempre en hacerle a Dios una ofrenda humana, y esto cierra nuestras almas a la luz sobrenatural. Obras, obras, y obras, todas para Dios -decimos- pero pocas que tengan su origen en Dios, en la oración, en el Don. Están cimentadas en el tiempo y no en la eternidad; y así, si nuestro apostolado no tiene un resultado inmediato y un fruto palpable, nos hundimos en la sensación de fracaso, como una empresa cuyo producto no hubiera sido aceptado en el mercado. ¿No es esa misma sensación de fracaso la que asola el alma de Simón ante el sepulcro vacío? Acabaremos por creernos que Dios quiere una multinacional de lo divino, se la ofreceremos y edificaremos una torre muy alta: reuniremos un consejo de accionistas cada semana y querremos invadir el mercado, sirviéndonos para ello de complicadísimas planificaciones trimestrales, anuales y quinquenales. Organizaremos un sinfín de actos, reuniones, organigramas y actividades, hasta estar a la altura de las empresas más competentes. Y creeremos que todo es para Dios. Le iremos a entregar a Dios nuestra obra, y una lluvia de verano para muchos dichosa acabará con ella, porque estaba fundada sobre arena: era para Dios, pero era una empresa humana. Pedro, Pedro, y nosotros: ¡«hombres de poca fe»!
Una ambición noble, pero humana, simplemente humana, la de proteger a Cristo y estar a la altura del líder, confirmó su defunción ante el escenario de un robo. Jesús de Nazaret ya no estaba, y la pretendida eficacia de Pedro había mostrado toda su miseria. Así fue como aquella mañana, ante la tumba vacía del que vive por los siglos, y solo ante su pecado, quedó enterrado para siempre el cadáver de un gran amigo de Cristo.
No sé si tendré oportunidad de hablar de Simón Pedro en lo sucesivo. Ya no me siento dueño de esta meditación. Por eso, permítaseme avanzar tan sólo unos días, hasta la siguiente escena evangélica en que Pedro cobra cierto protagonismo. No quisiera quedarme ante un cadáver, sin fijar la mirada en el hombre nuevo que, ya tocado por la gracia, surgirá de estas cenizas.
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21, 15).
De nuevo el lago de Genesaret. De nuevo los dos atletas, Pedro y Juan. De nuevo la mirada del águila («¡Es el Señor!» -Jn 21, 7-) y la carrera desenfrenada del príncipe de los apóstoles, que se lanza al agua al encuentro de su Amado (años más tarde, esa carrera desvelaría todo su significado, cuando Simón, viendo al Amor de su vida llamarle desde la otra orilla del tiempo, se lance presuroso al martirio, al encuentro de Jesús resucitado en la eternidad). Y, sin embargo, aunque nada se nos diga al respecto, ahora parece ser Pedro quien tiene la cabeza recostada en el pecho de Jesús.
¿Qué responder? Éstos no le han negado. Han huido, pero no han jurado que no le conocían. ¿Qué ofrenda presentar ahora, para comprar el aprecio de Cristo, para mostrar su amor?
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21, 16).
¿Qué responder? Ya no puede exhibir, como antaño, el modo en que, dejándolo todo, había seguido a su Maestro. Ya no puede asegurarle que sus palabras de vida eterna le habían capturado para siempre. Ya no puede prometer acompañarle hasta la muerte. Ya no quedan obras. Se derrumba el guardaespaldas, y por fin llora ante su Pastor.
«Simón, hijo de Juan, ;me quieres?» (Jn 21, 17).
«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).
Y es entonces cuando Pedro presentó al Señor lo único que poseía digno de él: lo que nadie veía, más que el mismo Cristo: la llama del amor divino encendida por el Espíritu Santo en lo profundo de su alma; esa llama mil veces traicionada, pero más ardiente que nunca, luchando en una súplica al Altísimo por encender su vida entera en obras de santidad procedentes de Dios.
Y entonces, de la debilidad de un corazón miserable que amaba de verdad a Jesucristo, nació el primer Papa. Pero para ello aún tendrían que pasar varios días. En esta mañana de domingo, Cristo vive y Simón muere; muere para vivir.