-
Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
EL QUE MORA EN LOS CIELOS SE RIE, EL SEÑOR SE BURLA DE ELLOS. A SU TIEMPO LES HABLARA EN SU IRA Y LOS CONSTERNARA EN SU FUROR
Importancia del tiempo
«A su tiempo», dice el salmo, y rogamos que pare ese reloj, para retenerlo realmente y examinar nuestra vida. El tiempo, que tanta importancia tiene en esta época que vivimos y que nos hace exclamar continuamente: ¡no tengo tiempo de nada! Es una frase hecha que se repite sin cesar y que a veces, sin ser real, es como un martilleo, poco sincero, que suena en torno a nosotros y a los demás.
El tiempo es oro, dice el refrán; y así hay que verlo. Cada minuto que pasa acorta la vida y va acercándola a su fin. Por eso deseamos que el tic tac nos marque siempre horas ganadas para Dios.
Es un tiempo plácido y sereno en el que los pensamientos discurren en Dios. La imaginación presenta soluciones reales para el momento de la lucha, donde la vanidad queda vencida y relegada al último lugar, a pesar de que grita y pide el primer puesto. Aparecen los buenos deseos, que hacemos realidad por la fuerza del amor. Es un tiempo que llenamos con el único objeto de agradarle.
Es una realidad también que no disponemos de mucho tiempo, porque lo tenemos lleno de trabajo y de preocupaciones. Vamos de un lado para otro porque el régimen de vida nos lo exige así. Una familia que mantener, el cuidado del hogar, que hay que saber compaginar con la educación de los hijos; y mil cosas que la vida nos va presentando. Es este el mejor ofrecimiento del tiempo a Dios. Ahí precisamente, en el pluriempleo, en ese ir y venir, en esa agitación que lleva en sí la preocupación por los nuestros, se encuentra el Señor. Tenemos que pensar en tantas cosas que nos parece imposible que en este maremágnum de ocupaciones pueda señorear Dios. Y, sin embargo, cuando tratamos de referirle lo que nos pasa, cuando le hacemos partícipes de las muchas ocasiones en que la paciencia está a punto de agotarse, parece que el ritmo que llevábamos se atenúa. Ya no es una prisa que nos aturde, que altera nuestro sistema nervioso. Ya hay pausas serenas, minutos y segundos ganados, en los que la sonrisa aparece casi inconscientemente. Y sin que nos demos cuenta, al final del día, en medio del cansancio, aparece el bienestar de saber que hemos entregado todo lo que éramos capaces de dar. Es una auténtica sensación de haber aprovechado en beneficio de los demás el tiempo concedido. Es un trabajo que hemos realizado y que se puede ofrecer a Dios, que lo recibe como ofrenda buena. No es necesario que hablemos, el corazón lo dice todo.
Si llenamos así el tiempo, podemos tener la tranquilidad de que lo hemos convertido en gloria.
Entonces, ¿qué es lo que debemos evitar?
Todo en la vida tiene dos caras, una positiva, que nos llena de alegría, y otra negativa, que nos hace sufrir y que nos puede alejar de Dios.
Existe un género de prisa que aturde, que envuelve de tal modo que no permite la reflexión. Nos vamos llenando de cosas y vamos pasando de una a otra con tanta rapidez que si nos preguntaran por algo de lo que acabamos de hacer no seríamos capaces de dar una explicación seria.
Es muy difícil conocer en toda su complejidad un asunto si no le dedicamos el tiempo que se necesita para penetrar en él con profundidad. Un ejemplo puede ser el conocimiento de una persona a la que se quiere y con la que deseamos compartir nuestra vida. Sería ridículo pensar que con cuatro o cinco ideas sobre ella ya tenemos suficiente. No se puede limitar el conocimiento de quien va a comenzar con nosotros una vida en común.
Cada cosa tiene su tiempo. Y cuando sabemos dárselo, imprimimos a nuestra vida un ritmo rápido y sereno que valora las distintas situaciones por las que pasamos y nos ayuda a actuar con la idea clara de que estamos haciendo lo que más nos conviene.
Entonces vuelve a aparecer la mirada de agradecimiento que sustituye a la cara de velocidad; el gesto comprensivo que advierte el esfuerzo que nos cuesta un tipo de trabajo. Desaparecen el activismo y el dinamismo extremos, que no nos permitían ver con serenidad las cosas y que eran los motivos principales que esgrimíamos para atropellar a los demás. Todos hemos sido protagonistas y hemos contemplado ese ir y venir de las gentes por las calles de una ciudad, la precipitación, los modales bruscos, el ceño fruncido y el empeño en pasar los primeros al almacén, al autobús o el paso de peatones, aunque para ello haya que empujar y que molestar a los demás.
No es más que un reflejo de lo que llevamos en nuestro interior, porque si en ese momento nos preguntaran el porqué de tanta prisa, no sabríamos qué contestar.
El remedio al atolondramiento es fácil, porque está al alcance de todos; es cuestión de vencer la corriente impetuosa que pretende arrastrarnos y pararse a pensar.
Pararse a pensar el modo de aprovechar mejor el tiempo. Vamos a detener por unos momentos la actividad que realizamos, para reflexionar sobre ella y preguntarnos si nos apresuramos para llenar de trabajo el tiempo (que es lo que nos pide Dios) o pasamos superficialmente por él, solamente para llenarlo. En este último caso hemos perdido esa gran dimensión sobrenatural que es la que nos llevará a la propia santificación.
En la vida de relación con Dios, el que da la pauta es Dios mismo, y el descuido por nuestra parte puede producir la impaciencia, el cansancio de la espera. Por eso, «a su tiempo», dice el Salmo, exigirá. Dios no tiene prisa, tiene un tiempo especialmente creado para que nosotros lo llenemos. En consecuencia, no debemos dejarnos llevar por la irreflexión y el aturdimiento, que nos pueden hacer olvidar que ese espacio de tiempo es divino, para no escuchar aquellas terribles palabras: «a su tiempo los consternará en su furor».