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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El ESCENARIO DE UN ROBO (1 DE 2)
Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte (Jn 20, 6-7).
Señor, que somos más pequeños que todas las naciones, que hoy estamos humillados en toda la tierra, por causa de nuestros pecados; ya no hay, en esta hora, príncipe, profeta ni caudillo, holocausto, sacrificio, oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos (Dn 3, 37-39a).
Envuelto en su oscuridad, Simón, petrificado ante el sepulcro vacío, experimentará la más terrible de las soledades: aquella que consiste en quedar desamparado ante el propio pecado, sin una mano misericordiosa tendida ofreciendo el perdón. Ante la tumba vacía de Jesús de Nazaret, Pedro se enfrentó a la pesadilla de un mundo sin Dios. Veremos que no fue el único de los íntimos del Señor que vivió en aquella mañana los momentos más amargos de su existencia. Y es que, a la vez que se proclamaba por todo el orbe el triunfo de la Luz, los peores fantasmas de la noche parecieron refugiarse tras las cortinas que ocultaban a la fe el corazón de muchos hombres.
Hacía ya tres años, junto al Lago de Genesaret, alguien no esperado había subido a su barca. Una inmensa multitud se arremolinaba en torno a él, y miles de manos se extendían para tocarle. Aquel hombre, fuera quien fuese, debía ser muy especial, cuando reunía en tomo a sí tan gran cantidad de personas. Y cuando, subiendo inesperadamente a su pequeña barca, le pidió que la alejara un poco de tierra, a fin de evitar que la multitud le cercase, y desde allí pronunció palabras misteriosas y ardientes, el hijo de Jonás, un humilde pescador, se sintió importante. Aquella cercanía física que tantos hombres buscaban sin conseguirla, él la gozaba ahora. Le bastaba extender sus manos para tocar a quien llamaban el Maestro, y, por si eso fuera poco, de alguna manera aquel hombre dependía de él, puesto que estaba en su barca. Y así, sin conocer en lo más mínimo el alcance de su privilegio, Simón se sentía un escogido.
Finalizado el discurso, y despedida la multitud, el Maestro le pidió que remase mar adentro. Horas después, vencida su incredulidad por el poder de las palabras de aquel rabbí, sus redes se llenaron de un número incontable de peces, Simón se arrojó al suelo de la barca lleno de espanto, y gritó:
«Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador» (Lc 5, 8).
Y sin embargo, aquel a quien pidió, lleno de temor, que se apartase de su presencia, se había convertido en el centro de su vida. Cuando, más tarde, le confiese: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), estará constatando una realidad inapelable: ya no sabe vivir sin Cristo.
En tres años de convivencia con Jesús de Nazaret, Pedro no consiguió abrir su alma al mundo de lo sobrenatural. Su obsesión por cuidar, proteger e incluso controlar al Maestro le impidió hacerse niño y nacer de nuevo al mundo del Espíritu. Sin embargo, nadie puede dudar, leyendo el Evangelio, que Pedro no sabía ya vivir sin Cristo.
Si resalto en ocasiones esta cerrazón de Pedro a lo divino, cerrazón que le situó en la mañana de resurrección ante el escenario de un robo y ante un mundo sin Dios, lo hago en nombre de una inmensa atracción hacia el príncipe de los apóstoles. En él veo reflejado lo que, sin saber decir, he sentido tantas veces. He gustado lo suficiente de las delicias del Señor como para poder decir, junto con Simón, que todo lo demás ya me sabe a poco. Esta misma tarde puedo hacer una locura y escaparme como un necio de los brazos de Dios para ir a dar en cualquier pantano cenagoso. Lo sé a ciencia cierta, y tengo un inmenso miedo, porque estoy plenamente seguro de que jamás podría ya ser feliz sin la compañía de un Jesús de Nazaret a quien no he conocido ni la mitad de bien que Pedro. Experimento a diario la atracción de las tinieblas, y la experiencia de este maravilloso pescador de hombres me enseña a pedir humildemente ayuda cada mañana para no caer en la tentación de arrojarme en manos de un mundo en el que Dios no está.
Ante aquella tumba vacía, la vida de Simón Pedro se derrumbó por completo. La esperanza de reparar su falta recuperando el cadáver de un muerto era demasiado inconsistente. Además, ya no le quedaban fuerzas. ¡Si, en lugar de tanto extender las manos y mover los pies, hubiera abierto los ojos! ¡Si, en lugar de prometer acompañar a Jesús hasta la muerte, hubiera caído de rodillas, diciendo: «no nos dejes caer en la tentación» (Mt 6, 13)!... ¡Si, en lugar de haber querido tener a Jesús en su poder, hubiera dedicado su vida a girar en torno al Maestro, como David bailó en tomo al arca!... Entonces, ahora, no estaría a solas con su pecado, cubierto de tinieblas mientras «la luz verdadera brilla ya» (1 Jn 2, 8).