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6 diciembre 2025

MARÍA. MARÍA Y LA LUZ

MARIA Y LA LUZ
Al mirar a María, lo primero que uno ve es luz: luz que, sin deslumbrar, permite ver las cosas en puridad, con su belleza natural y su sentido divino. En una de sus obras más conocidas, Dostoyevsky alude con énfasis al maravilloso poder de un rayo de sol sobre el alma humana. Me ha venido al recuerdo al pensar en la Virgen María.
La importancia de la luz para la vida es ciertamente grande. Más aún si se trata de la luz interior que orienta el caminar del espíritu. Las tinieblas son la incertidumbre, la perplejidad, el desasosiego, el no saber. La luz es gozar del sentido de la orientación, conocer de dónde se viene, a dónde se va; pisar tierra firme, con seguridad y certeza. ¿Podría alguien hacerse con una luz permanente, adquirir una certeza sólida indestructible, capaz de orientar sus pasos de modo claro y definitivo? ¿Podría alguien vestirse de sol?
El libro del Apocalipsis nos presenta así a una Mujer: vestida de sol, con la Luna a sus pies. Ella no es la Luz, pero la Luz en Ella refulge. Es María, la Madre de Dios y Madre de los hombres, llena de gracia, llena de Dios, llena de Luz. Es lógico que quienes la conocen —quienes tienen la inmensa fortuna de conocerla— no quieran apartar de Ella su mirada y procuren ver todas las cosas a su luz. María, con su incondicional sí a Dios, nos ha traído la Luz al mundo. Yo soy la Luz, dijo su Hijo, Dios hecho Hombre. Fuera de esa Luz todo es tinieblas, nada se entiende en profundidad. Y en medio de lo oscuro, el hombre no puede hacer otra cosa que tropezar y hacerse daño.
El mundo anda en tinieblas. Incluso —siguiendo la palabra evangélica— ama más las tinieblas que la luz. Basta un mínimo rayo de sol para advertirlo. Y entonces uno se sorpren¬de del poco uso que el hombre hace del don más alto que le ha sido otorgado: la razón; y quisiera comunicar su luz. Porque «el que tiene luz ama la luz, y —según el decir de Gabriel Marcel— la ama cada vez más y busca en ella mayor abundancia».
El mes de mayo —en que ahora escribo— nos trae ese rayo de sol, poderoso, que tanto ansía el alma que desea remozar su paisaje interior. Más aún, el Sol mismo refulge en la Mujer, cuya dignidad supera con mucho la de cualquier otra criatura.
Acudir, tratar a María y ver las cosas a su Luz, que es la Luz de su Hijo, es salir —si en ello se estaba— de la angustia, de la zozobra, de la crispación, de la inquietud enervante; es acercarse al dominio de la paz, en medio de la batalla íntima que todo hombre ha de librar, para no caer en la tiniebla del error o de la ofensa a Dios. El trato con la siempre Virgen es un sedante, sosiego para el alma, y vigor: tal es el poder de la sonrisa de la Madre.
Nuestros ojos no pueden mirar el sol de frente sin quedar deslumbrados. Puede acontecer otro tanto cuando miramos a Dios. Pero nunca sucede al mirar a María. Ella es el mejor espejo en el cual podemos ver a Dios sin ofuscarnos: lo tiene en sus brazos, y nos lo muestra inerme. Y mirando a la Madre —es tanta y tan amable su pureza— nuestro mirar se purifica y adquie¬re potencia; nos resulta cada vez más fácil entender a su Hijo, perfecto Dios, perfecto Hombre. En Ella encontramos la abreviatura y la piedra de toque de la fe cristiana: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.
A su luz se comprende que Dios es asequible, cercano, íntimo, amabilísimo. La pureza, el sacrificio escondido y silencioso, las pequeñas tareas del hogar, el trabajo cotidiano, el dolor, los contratiempos, la sonrisa, la ayuda que pasa inadvertida, el descanso necesario, el cúmulo de pequeñas cosas que forman el entramado de la vida ordinaria, se descubren con un relieve insospechado, sobrenatural, divino. Es tanta la claridad, tantas son las cosas que se iluminan cuando se ven con los ojos de María, que no se sabe qué hacer con tanta luz.
Bueno, sí se sabe. Seguir sus pasos, tan llenos de naturalidad; no perderla de vista, tratarla.
La Virgen puede decir, como su Hijo: «quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Porque ¿de dónde le viene la luz a María? De su relación —más íntima que cualquier otra posible en una criatura— con el Sol que es Dios, Uno y Trino.
ANTONIO OROZCO DELCLÓS