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4 diciembre 2025

EUCARISTÍA. El don de la filiación divina y la familiaridad con Dios

El don de la filiación divina y la familiaridad con Dios
La fe en Cristo no cambia la situación histórica del hombre. El cristiano, considerado en sí mismo, en sus condiciones humanas de talento y condición social, no es más ni menos que los demás. La Iglesia, a propósito de las consecuencias del pecado original y de los efectos del bautismo, ha enseñado siempre que en la situación histórica del bautizado no desaparecen las dificultades para el trabajo, la salud, el estudio, la constitución de una familia, la organización de la sociedad, etc. El don de Dios al cristiano se desarrolla en la dirección de la amistad del Creador con la criatura, y cabría resumirlo en la clara afirmación de que Cristo ha traído a la tierra el tesoro de la filiación divina: ahora el hombre puede llamar Padre a Dios; está en condiciones de dirigirse a Él incluso con el modo ingenuo y confiado con que los niños pequeños llaman a su padre «papá»; con la misma espléndida sencillez, cargada de verdad, con que tantas culturas indígenas de América, tras la evangelización, se dirigen al Señor con la palabra «Taita», la misma que emplean en el lenguaje coloquial familiar para referirse al tratar con el padre de familia.
Es una enseñanza clara del Evangelio: «A todos los que la recibieron (la Palabra, el Verbo hecho carne), les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Al cristiano no se le concede sólo un modo de hablar, de auto denominarse. La conciencia de la filiación divina responde a la radicalidad del don divino, que transforma al hombre verdaderamente desde dentro, desde su misma raíz, como dice san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, que nos llamemos hijos de Dios: ¡y lo somos! (...). Ya ahora somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-2). Por eso, afirmaba san Josemaría: «El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima» (Amigos de Dios, n. 26), no ha descubierto aún ni la razón profunda de su ser, ni el sentido de su existencia sobre la tierra.
Lo narraba entusiasmado el Apóstol Pablo, contemplando en sí mismo y en sus hermanos en la fe la acción de Dios: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con él también glorificados» (Rm 8, 14-17).
Los Padres de la Iglesia no se cansaron de contemplar, y de inculcar en los fieles cristianos, esta verdad a la vez sencilla y extraordinaria: el Hijo de Dios «se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios» (San León Magno, Sermón 6 en la Natividad del Señor). Desde entonces, los discípulos del Señor han vivido de esta realidad, tratando de asimilarla, de descubrir su riqueza infinita, que se expresa en múltiples manifestaciones, como el mismo Cristo explicó a lo largo de su predicación: en la oración, con la que el cristiano empieza llamando Padre al Creador, le expone sencillamente la propia necesidad y acoge sinceramente como propias las intenciones divinas; en la penitencia para cumplir a fondo los designios del cielo, que lleva a cabo reciamente pero sin ostentación, de un modo amable que no molesta a los demás; en la caridad, que empuja a mirar siempre al otro corno a hermano, porque es hijo del mismo Padre; en la prontitud para perdonar eventuales agravios y ofensas, signo y consecuencia de saberse perdonado antes y más profundamente por el Señor de todos ; en el deseo sincero de reencaminarse hacia el Padre cuando se le ha abandonado por cualquier motivo.
Con el don de la filiación divina, Cristo ha destruido radicalmente las barreras que puedan separar a los hombres, porque ha superado la distancia fundamental, la que aleja la tierra del Cielo y de las mismas criaturas. Dios se ha acercado tanto al hombre que ha llegado a ser uno de nosotros. Al asumir nuestra naturaleza, el Verbo ha unido en sí lo humano y lo divino; desde entonces, como repite san Pablo, «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Dios ya no está lejos: es nuestro Padre. No lo están tampoco los demás: son nuestros hermanos en el Señor.
JAVIER ECHEVARRÍA