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3 diciembre 2025

JOSÉ. Dos mercaderes visitan a Jacob (1 de 2)

Dos mercaderes visitan a Jacob (1 de 2)

El ardor del sol meridiano, embutido en la estrecha calleja, se hacía espeso. Las paredes encaladas cegaban con su blanco resplandor. El borriquillo atado al tronco descascado de una acacia dejaba colgar tristemente la cabeza y se limitaba a golpearse rabiosamente los flancos con el rabo, para librarse de las moscas cuando le atormentaban en exceso. A su vera, dos niños, en cuclillas sobre el camino, jugaban en la arena. Estaban muy absortos en su juego; sin embargo, al pasar a su lado un hombre alto, ancho de hombros, el muchacho se levantó y dijo:
—La paz sea contigo, tío José.
—La paz también contigo, Judas —le contestó el hombre.
Se detuvo un instante. Le dio al niño unas palmaditas en la espalda y le sonrió a la niña, que seguía agachada observando al varón con sus grandes ojos negros.
—Y también contigo Sara —le dijo a la pequeña.
Reemprendió la marcha. Caminaba despacio, inmerso en sus pensamientos. Los niños volvieron la cabeza y le siguieron con la mirada.
Se detuvo ante el portalón del muro. Antes de traspasarlo cerró un instante los ojos y murmuró: Baruk ata Adonai, melek haolám. Era una de las berakoth que se recitaban a lo largo del día, en diversas circunstancias: ésta se rezaba antes de dar un paso importante. Luego empujó el portalón chirriante que tan bien conocía. Lo había fabricado él mismo hacía tiempo.
Al traspasar el portalón lo envolvió una agradable sombra y el olor aromático de las hojas y las hierbas recalentadas por el sol. Siguiendo la pared, un sendero estrecho protegido por las ramas de un potente sicomoro, llevaba al jardín. Una plazoleta se abría alrededor de su tronco nudoso. El sol se filtraba a través de las hojas sembrando el suelo de luminosas manchas parpadeantes. Antaño, cuando niño, esta plazoleta le parecía enorme, muy apropiada para el juego. Ahora le parecía de un tamaño irrisorio.
Debajo del árbol, en una litera, había un hombre echado y cubierto, pese al calor reinante, con una manta rayada. Desde lejos podía oír su respiración pesada, jadeante. José se acercó y se inclinó sobre el hombre dormido. El anciano dormitaba. Los cabellos blancos y ralos se alzaban sobre su cabeza como plumón levantado por el viento. La boca entreabierta mostraba los pocos dientes que le quedaban; los labios se perdían entre la barba crecida. Las manos con las venas hinchadas que descansaban sobre la manta temblaban ligeramente. El anciano llevaba en el dedo un grueso anillo informe, rodeado con un hilo para que no se le cayera.
Retrocedió un poco; se sentó en una pequeña banqueta, decidido a esperar pacientemente el despertar del adormecido. El silencio era completo, no se oía ningún ruido entre las hojas. Los pájaros se habían dormido en las ramas. Las lagartijas inmóviles, como hechas de barro, se calentaban al sol. De cuando en cuando perdían repentinamente su inmovilidad y rápidas, sin el menor sonido, se desplazaban de un sitio a otro para caer de nuevo en la quietud más absoluta. Únicamente los grillos ocultos en la hierba acompasaban el tiempo con su canto. Con las manos apoyadas en las rodillas separadas, José empezó a recitar una nueva beraká: «Bendito seas, Señor Eterno, Rey del Universo, por mandar a tu pueblo el silencio que permite pensar en Ti y venerar Tu voluntad...»
José amaba el silencio desde su más tierna infancia. El silencio le hablaba con más claridad que las voces. Exigía siempre lo mismo: esperar. A su lado transcurría la vida intranquila y ruidosa. Se oían tantas palabras innecesarias, tantas quejas dichas a la ligera, tantas certezas que no significaban realmente nada... Estaba sumergido en esta corriente con su silencio como piedra en medio del torrente. Esperaba, aunque la verdad sea dicha, no sabía qué estaba aguardando. Esperaba lo que le iba a decir el silencio.
Cada tarde, pasado el tiempo caluroso, se oían en la plaza situada fuera del pueblo las flautas y los tamboriles. Los jóvenes se reunían para jugar y bailar. También iban allí presurosos los hermanos menores de José. Hasta él llegaban los sonidos lejanos de voces alegres, de risas, de palmas...
Nunca acompañaba a sus hermanos. Eso no quería decir que no le atraían las diversiones. Era joven todavía. Tenía momentos de tentación. Las llamadas del silencio pugnaban con las llamadas del corazón. Pero el silencio terminaba siempre por imponerse.
Los días transcurrían llenos de trabajo en el taller. El trabajo estaba enmarcado por momentos dedicados al rezo de las plegarias. El sábado y los días de oraciones comunes, iba a la sinagoga. Cuando le correspondía el turno, revestía el taled, se levantaba de su sitio, se acercaba al pulpito, tomaba de las manos del hazzan el rollo santo de la Tora enrollado en un cilindro de madera. Volvía la cara hacia el lugar donde se levantaba el templo aún sin terminar, y con voz potente leía el párrafo correspondiente.
En el taller tenía siempre mucho trabajo. Nunca faltaban clientes que venían con encargos. Gozaba de prestigio por su seriedad y habilidad. Además no pedía mucho por su trabajo. No había lugar a regateos con el cliente. Era bien sabido que, cuando fijaba un precio, éste correspondía al valor real del material empleado más una modesta cantidad por el trabajo realizado. Por otra parte, también cum-plía con el plazo estipulado.
En su taller, siempre cantaba la garlopa y resonaba el martillo. También se oían con frecuencia unas voces infantiles. El —el hombre silencioso— amaba a los niños y disfrutaba hablando con ellos. Los problemas de los niños le interesaban más que los problemas de los mayores. El taller albergaba siempre un grupito de niños curiosos. Miraban cómo trabajaba, le hacían preguntas y él les contestaba. De vez en cuando llamaba a un muchacho, le ponía en las manos una sierra o un cepillo. Le enseñaba el modo de manejar la herramienta. Le daba un trozo de madera para desbastar. Unas veces alababa al alumno diestro dándole unas palmaditas, y otras movía la cabeza y le explicaba los errores cometidos. Todos los niños del pueblo le llamaban tío. A decir verdad, este título le pertenecía como primogénito de su estirpe.
El portalón por el que había entrado chirrió. Por el sendero cercano a la pared se acercaban unos forasteros. Caminaban despacio, con parsimonia, iban ataviados con ropaje rico y extraño a la región, llevaban las barbas con un corte desacostumbrado. Sus abrigos carecían de las franjas prescritas por la Ley. Ambos pertenecían a la estirpe, pero antaño habían abandonado el pueblo familiar para asentarse lejos, en Antioquía. Se convirtieron en mercaderes ricos. Hoy venían de visita a la cuna familiar.
Saludaron a José con una inclinación de cabeza; él correspondió a su saludo.
—La paz sea con vosotros.
—La paz sea contigo. ¿Tú debes ser José el hijo de Jacob? —preguntó uno de los recién llegados.
—Es como has dicho.
—Hablamos con tu padre ayer. Quiso que volviéramos de nuevo para terminar nuestra conversación en tu presencia. Pero veo que está durmiendo.
—No me he atrevido a despertarlo.
—Hablas como un niño —dijo riendo el segundo mercader—. Pero hace tiempo que eres mayor y el primogénito de la estirpe. Venimos precisamente para hablar de ti.
La respiración fatigosa del adormilado se hizo irregular y ronca. La boca abierta se cerró, un espasmo cruzó su rostro como una mueca de dolor. Los párpados delgados se descorrieron lentamente descubriendo unos ojos claros. El anciano empezó mirando como si no entendiera lo que veían sus ojos. Mas enseguida una expresión de comprensión se dibujó en su cara.
—Ah, ¿sois vosotros? ¿Habéis venido? Bien, bien. ¿José está aquí también?
—Aquí estoy, padre.
Con un gesto, el anciano les señaló a su hijo:
—¿Ya os conocéis? Es José, mi primogénito.
Inclinaron la cabeza como para saludarle por primera vez.
—Deseamos mostrarle, pese a su juventud, nuestro respeto como futuro cabeza de la estirpe —dijo uno de los mercaderes. Su voz denotaba sumisión. Acaso, incluso un algo de desprecio. Estos hombres parecían pudientes. Lucían en sus dedos unos anillos caros y hermosos, hechos con más esmero que el que adornaba la mano de Jacob. Colgadas del cuello llevaban unas cadenas de oro de las que pendían los sellos mercantiles. El que hablaba en este momento llevaba también una cinta de oro en el pelo y un aro en la oreja.
—Naturalmente —decía él—, hoy en día las cuestiones de la estirpe no tienen la importancia que tuvieron antaño. Las familias están desperdigadas por el mundo.
—No obstante, no hemos olvidado los asuntos de nuestra estirpe —intervino el segundo mercader—. Lo ocurrido últimamente...
Jacob levantó las cejas.
—Repítelo otra vez.
—Supongo que ya la sabéis todos. Estoy pensando en el asesinato de los hijos de Mariamme.
El comerciante que hablaba a la sazón iba vestido de manera menos llamativa que su compañero. Tenía la cara enjuta, tensa, los ojos cercados con una red tenue de arrugas. Unos tonos rojizos refulgían en su pelo.
—Fue muy astuto. Primero hizo correr la voz de su culpabilidad. Se quejaba casi llorando de que conspiraban contra su propio padre. Hasta tal punto consiguió soliviantar a la población de Jericó que ésta estaba determinada a lapidar a cualquiera que se hubiese mostrado partidario de los jóvenes príncipes. Entonces los llamó a Sebaste y los hizo estrangular.
—Así se deshizo de todos los Asmoneos —recalcó el primero de los visitantes—, la estirpe real. ¿Quién puede ahora privarle de la corona de Judea? Ha podido nombrar sucesor suyo al hijo de su amante árabe.
Se hizo un silencio en el que se podía oír con más claridad el canto de los grillos. En este silencio Jacob rompió a hablar con voz ahogada.
—Naturalmente que oímos hablar de todo esto. Pero qué tiene que ver esto con nuestra casa.
Los mercaderes intercambiaron una mirada de complicidad.
—Nos han avisado —dijo el de la cara delgada— que Herodes dio orden a sus espías para que vigilen con mucho detenimiento a los miembros de nuestra estirpe. Tenemos pruebas Menahem y yo —señaló a su compañero— de que gente sospechosa ronda nuestras casas.
—Aquí no hemos visto a nadie —dijo Jacob. La voz del anciano patriarca denotaba orgullo—. Somos la estirpe santa. El Omnipotente cuida de nosotros. Si alguien intentara atacarnos, todo Israel se levantaría en nuestra defensa.
Los dos comerciantes sonrieron irónicamente.
—Tu confianza es excesiva Jacob —lanzó Menahem—. Tú crees que estamos todavía viviendo en tiempos de los milagros, cuando el Omnipotente cuidaba de Israel a cada paso. Esos son hechos pasados que sólo se cuentan en las sinagogas. En otros tiempos, nuestra estirpe era importante. Era el linaje real. Desde entonces han pasado siglos. Todos se han dispersado. Unos tuvieron suerte, otros vinieron a menos... Vosotros no os habéis movido de aquí, sois como una isla de recuerdos pasados. Le suelo decir a Fiaba —señaló al comerciante pelirrojo— que es bueno recordar que en Belén sigue viviendo gente de nuestra estirpe. Si alguna de nuestras hijas necesitara marido, podríamos venir en busca de un joven honesto...
—Tal como ha ocurrido en nuestra historia —añadió Fiaba.
—Justamente —prosiguió Menahem—, los lazos familiares son algo muy bonito. Pero, desde que fijó la mirada en nuestra estirpe, también pueden ser asuntos peligrosos. Por eso hemos venido.
—Decid, qué es lo que queréis.
Ambos mercaderes volvieron a mirarse. Fiaba cabizbajo y azorado daba vueltas a sus anillos.
—Estaría mejor —dijo— que los miembros de nuestra estirpe no se queden todos juntos agrupados en este sitio, sino que probaran fortuna en el mundo, tal como hicimos nosotros...
—Quieres —la voz de Jacob sonó horrorizada— que todos abandonen la tierra de David.
—¡Olvidémonos de una vez de David! —exclamó impaciente Menahem—. Los fariseos no dejan de hablar de cierto descendiente de David, y los espías de Herodes abren los oídos. No estoy dispuesto a perder todo lo que tengo, incluida la vida, por el mero hecho de haber tenido hace siglos a un rey en la familia; y él —señaló a Fiaba— tampoco lo está.
Se interrumpió y de nuevo cayó el silencio. El pecho de Jacob se alzaba en una respiración rápida y le temblaban los labios perdidos entre la barba blanca.
—Dices cosas impías —gimió.
—No, no —Fiaba trataba de suavizar la explosión de Menahem—. El no pensaba en nada impío. Es toda la estirpe la que le preocupa. Yo dije: Estaría bien que se desperdigaran los miembros de la estirpe. Pero claro, todos no pueden marchar y tampoco necesitan hacerlo. Los que trabajan la tierra y se han convertido en verdaderos I>am-ha'rez, no se hacen notar. Sólo se trata de los que han alcanzado cierta importancia...

JAN DOBRACZYNSKI.