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LLENA DE GRACIA
Ya tenemos un primer sentido de la plenitud de gracia de la Virgen María. Llena de gracia humana, natural, que atrae la mirada de todo hombre que conserve dentro de sí, aunque sea muy en lo hondo, un punto de limpia sensibilidad. Su cuerpo y su alma gozan de una perfección inaudita. Todo en Ella guarda una proporción, un equilibrio, una armonía perfecta, gratísima a los sentidos y al entendimiento. Por mucho que habláramos ahora de su alma, no podríamos atisbar siquiera la magnitud de su belleza. Habríamos de concluir como Lope de Vega, en su soneto:
Esta es María, sin llegar al centro: que el alma sólo puede retratalla pintor que tuvo nueve meses dentro.
Pero es tan apasionante la aventura de acercarse a ese centro maravilloso, que vale la pena intentarlo, aproximarnos todo cuanto sea posible. Para ello es indispensable la gracia de su Hijo. Pídele que nos ayude a contemplar con luces claras la hermosura de su Madre, que es también Madre nuestra. No se reduce, por supuesto, su belleza, a una perfección solamente natural, o —mucho menos— periférica, epidérmica. Ella es la llena de gracia. Contiene una realidad sobrenatural, que la grandeza de Dios no se agota en lo que los sentidos, ni siquiera la mente humana, alcanzan. Si alguien no entendiera este lenguaje, habría que decirle lo de Hamlet: « ¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía! ».
Hay la hermosura externa de la Virgen, pero ésta se encuentra en Ella como fluyendo de un misterioso centro vital, núcleo el más íntimo de su ser, estrechamente unido a la Divinidad, desde donde participa, a partir del momento mismo de su concepción, como nadie más puede hacerlo —si exceptuamos a Jesucristo—, de la vida del mismo Dios. Llena de gracia significa llena de Dios.
La gracia de Dios es esto: vida de Dios, «es un bien que ninguna naturaleza creada puede poseer por sí misma, ni exigirlo; pues de suyo corresponde únicamente a la naturaleza divina» es, por tanto, una vida que, por naturaleza, sólo corresponde a Dios, y que Dios, de un modo absolutamente gratuito, la participa a las personas creadas en las que encuentra su complacencia. Es, pues, un don que está muy por encima, no sólo de la naturaleza humana, sino también de la angélica. La teología enseña que Dios no puede crear un ser al que de suyo —por naturaleza— corresponda la gracia, ya que este ser se identificaría con Dios mismo.
La gracia es, digámoslo en consecuencia, el mayor de los bienes que puede recibir la cria¬tura racional: nos permitirá gozar con el gozo de Dios, nos capacita para conocerle —«cara a cara»— en la gloria, amarle y abismarnos en su bondad
Con palabras de San Pedro: la gracia nos hace divinae consortes naturae es decir, nos mete dentro de la vida íntima de Dios, para que podamos gozar de un conocimiento y un amor divinos.
No sólo estamos en contacto con Dios es que El nos introduce en el santuario donde tiene lugar lo más íntimo de la vida divina: la generación eterna del Hijo y la espiración del Espíritu Santo. Dios en nosotros —Dios Uno y Trino—, y nosotros en Dios, como en el Cielo. Pero, aquí, con la limitación que impone al conocimiento la actual forma de existencia. Nos movemos bajo el velo de la fe. Por la gracia, el alma queda afectada en lo más profundo de su ser, de tal modo que bien puede hablarse de una nueva creación, de una nueva vida. Y por ello, San Pablo habla del cristiano en gracia como de «una nueva criatura en Cristo»; del «hombre nuevo que, reconciliado con Dios, es creado para la justicia, la santidad y la verdad». La gracia, como el fuego al hierro, nos pone al rojo: nos otorga unas características que antes no teníamos: un color, una belleza, una armonía, una fluidez, una eficacia sobrenaturales. «La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa».
Se puede afirmar de la gracia lo que ha dicho el Espíritu Santo de la Sabiduría divina: «Ella es superior a los tesoros más preciosos; ninguna cosa, por apetecible que sea, puede comparársele».
Y si excede infinitamente a la pura naturaleza, aún más, muchísimo más, a la naturaleza en pecado. ¿Podría aspirar el asesino impenitente del hijo de una familia honesta, noble y justa, a participar en la intimidad del hogar ultrajado? Pues el hombre pecador ha crucificado al Hijo Unigénito de Dios —Hijo amadísimo—, y si poseía la gracia, ha echado a coces de su alma a la Santísima Trinidad.
Nosotros hemos nacido en pecado. Sólo la Virgen a quien miramos ahora y vemos llena de gracia, no ha conocido en sí la más leve sombra del mal. Y nos mira llena de ternura, porque sea cual sea nuestro estado, nos está consiguiendo gracia abundante que nos divinice o nos divinice más aún. Ella es una Madre tenaz, que no abandona su tarea nunca, mientras nos quede un soplo de vida en la tierra. Quizá está tratando ahora de llevarnos al Sacramento de la Penitencia, donde la gracia se restituye, o se aumenta y se hace más operativa.
Seguimos con nuestra mirada en la Señora, pero sacando consecuencias personales. ¿Qué pasa cuando Dios —mediante los sacramentos— da o restituye la gracia santificante (que es de la que hablamos aquí)? Enseñan esos grandes de la teología católica que son San Agustín y Santo Tomás, que es más grandioso recibir la gracia de Dios después del pecado que la creación del universo entero.
El milagro de la gracia aventaja a todos los obrados por Dios para devolver la salud corporal. Excede en mucho resucitar a un alma herida que resucitar a un cuerpo muerto. Por ello es que perder la gracia de Dios, matar con el pecado la gracia de un alma, es un mal mayor que la destrucción de todo el universo natural. Todos esos mundos que pueblan el espa¬cio inmenso, que asombran a los sabios que los escrutan, que nos admiran a todos cuando oímos contar sus imponderables dimensiones y sus ocultas maravillas, todos esos mundos son nada —aunque los supusiésemos poblados de hombres y ángeles sin la gracia— compara¬dos con una «pequeña porción» de esa vida santificante: porque ésta es participación de la vida de Dios. Peor que la muerte de millones de hombres, y que la aniquilación de miríadas de ángeles, sería el escándalo que destruyera la gracia de un solo niño, o de un solo hombre. Y así puede entenderse mejor que merezca el fuego eterno. ¡Antes morir mil veces que pecar una sola!
María es toda limpia, inmaculada, llena de gracia. ¿Qué no valdrá Ella, si la más pequeña porción de vida sobrenatural es ya esplendor de la Trinidad? ¿Qué será la plenitud de gracia de María?
ANTONIO OROZCO