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25 diciembre 2025

MEDITACIÓN DE NAVIDAD

1. En Belén no quisieron recibir a Cristo. También hoy muchos hombres no quieren recibirlo.
En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo.
Ahora nosotros podemos ver con claridad que fue una providencia de Dios aquel decreto del emperador romano. Por esta razón María y José fueron a Belén y allí nació Jesús, según había sido profetizado muchos siglos antes.
La Virgen sabía que estaba ya próximo el nacimiento de Jesús, y emprendió aquel viaje con el pensamiento puesto en el Hijo que le iba a nacer en el pueblo de David.
Llegaron a Belén, con la alegría de estar ya en el lugar de sus antepasados, y también con el cansancio de un viaje por caminos en malas condiciones, durante cuatro o cinco jornadas. La Virgen, en su estado, debió llegar muy cansada. Y en Belén no encontraron dónde instalarse. No hubo para ellos lugar en la posada, dice San Lucas, con frase escueta. Quizá José juzgara que la posada re¬pleta de gente no era sitio adecuado para Nuestra Señora, especialmente en aquellas circunstancias. San José debió de llamar a muchas puertas antes de llevar a María a un establo, en las afueras. Nos imaginamos bien la escena: José explicando una y otra vez, con angustia creciente, la misma historia, «que venían de...», y María a pocos metros, viendo a José y oyendo las negativas. No dejaron entrar a Cristo. Le cerraron las puertas. María siente pena por José, y por aquellas gentes. ¡Qué frío es el mundo para con su Dios!
Quizá fue la Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo a las afueras del pueblo. Probablemente le animó, diciéndole que no se preocupara, que ya se arreglarían... José se sintió confortado por las palabras y la sonrisa de María. De modo que allí se aposentaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa que ella misma había preparado con la ilusión que sólo saben poner las madres en su primer hijo...
Y en aquel lugar sucedió el acontecimiento más grande de la humanidad, con la más absoluta sencillez: Y sucedió -nos dice San Lucas- que estando allí se le cumplió la hora del parto. María envolvió a Jesús con inmenso amor en unos pañales y lo recostó en el pesebre.
La Virgen tenía la fe más perfecta que cualquier otra persona antes o después de Ella. Y todos sus gestos eran expresión de su fe y de su ternura. Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría mucho tiempo quieta contemplándolo.
Después, María puso al Niño en brazos de José, que sabe bien que es el Hijo del Altísimo, al que debe cuidar, proteger, enseñarle un oficio. Toda su vida está centrada en este Niño indefenso.
Jesús, recién nacido, no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. Se ha dicho que el pesebre es una cátedra. Nosotros deberíamos hoy «entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres».
Nace pobre, y nos enseña que la felicidad no se encuentra en la abundancia de bienes. Viene al mundo sin ostentación alguna, y nos anima a ser humildes y a no estar pendientes del aplauso de los hombres. «Dios se humilla para que podamos acercarnos a El, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad».
Hacemos un propósito de desprendimiento y de humildad. Miramos a María y la vemos llena de alegría. Ella sabe que ha comenzado para la humanidad una nueva era: la del Mesías, su Hijo. Le pedimos no perder jamás la alegría de estar junto a Jesús.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
F.F. CARVAJAL