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I. Virginidad, celibato apostólico y matrimonio.
La Virginidad de María es un privilegio íntimamente unido al de la Maternidad divina, y armoniosamente relacionado con la Inmaculada Concepción y la Asunción gloriosa. María es la Reina de las vírgenes: «la dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios».
La Virgen es el ejemplo acabado de toda vida dedicada por completo a Dios.
La renuncia al amor humano por Dios es una gracia divina que impulsa y anima a entregar el cuerpo y el alma al Señor con todas las posibilidades que el corazón posee. Dios es entonces el único destinatario de este amor que no se comparte. Es en Él donde el corazón encuentra su plenitud y su perfección, sin que exista la mediación de un amor terreno. Entonces el Señor concede un corazón más grande para querer en Él a todas las criaturas.
La vocación a un celibato apostólico -por amor del Reino de los Cielos- es una gracia especialísima de Dios y uno de los dones más grandes a su Iglesia. «La virginidad -dice Juan Pablo II- mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento. Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre (Cfr. 1 Cor 7, 32) (...), la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande; es más, hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por eso, la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios.
»Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios».
A los llamados, por una específica vocación divina, a la renuncia del amor humano, el Señor les pide todo el afecto de su corazón, y encuentran en Él la plenitud del amor y de la vida afectiva. Vivir la virginidad o el celibato apostólico significa vivir la perfección del amor, y «dan al alma, al corazón y a la vida externa de quien los profesa, aquella libertad de la que tanta necesidad tiene el apóstol para poderse prodigar en el bien de las otras almas. Esta virtud, que hace a los hombres espirituales y fuertes, libres y ágiles, los habitúa al mismo tiempo a ver a su alrededor almas y no cuerpos, almas que esperan luz de su palabra y de su oración, y caridad de su tiempo y de su afecto.
»Debemos amar mucho el celibato y la castidad perfecta, porque son pruebas concretas y tangibles de nuestro amor de Dios y son, al mismo tiempo, fuentes que nos hacen crecer continuamente en este mismo amor».
«La virginidad y el celibato apostólico no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman».
La Iglesia necesita siempre de gentes que entreguen su corazón indiviso al Señor como hostia viva, santa, agradable a Dios. La Iglesia necesita también familias santas, hogares cristianos, que sean verdadera levadura de Cristo y den al Señor muchas vocaciones de entrega plena a Dios.
F.F. CARVAJAL