Página inicio

-

Agenda

9 noviembre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor>/I>. Ed. Palabra, Madrid, 2000

El divino paseante
Yahweh dijo al Satán: «¿De dónde vienes?». El Satán respondió a Yahweh: «De recorrer la tierra y pasearme por ella» (Jb 1, 7).
Habían pasado muchos años desde aquel último paseo de Yahweh Dios por el jardín del Edén. Después de aquella última conversación con su criatura predilecta, el hombre y Dios se separaron de forma trágica. La tierra, la obra que Dios había puesto en manos de Adán, había sido entregada a la serpiente, y, a partir de aquel momento, era Satanás quien paseaba por la superficie del orbe, constituido en príncipe de este mundo, como el latifundista que recorre su finca hinchado de vanidad. Durante miles y miles de años campó a sus anchas por aquellos senderos, poseyó los cuerpos y se le entregaron muchas almas, castigó duramente al hombre y lo tiranizó con cadenas de muerte.
¡Cuánto han tenido que esperar el sol, los árboles, los ríos, los montes y las nubes, para volver a ver a su Señor paseando de nuevo por aquella tierra ya reconquistada! De nuevo siente la Creación el suave paso de los pies de su Dios, que la recorren como una caricia de consuelo. Todo ha terminado. Yahweh, como antes, pero ahora con pies de carne, camina por sus campos a la hora de la brisa.
Otra línea del Génesis está siendo reescrita por esa pluma de gracia, que borra a su paso las manchas con que la torpe mano del hombre ensució el libro de Dios. Hoy Edén es, sobre todo, el camino que une Jerusalén con Emaús, la Cruz con el pecado, el sepulcro abierto con la casa cerrada, la luz con las tinieblas. Y por ese camino pasea esta mañana Dios, en busca, como entonces, de un hombre que huye porque tropezó en un árbol.
Quisiera yo centrar mi mirada en Jesús resucitado mientras recorre la senda de Emaús, pero, si me es concedido, desearía retroceder un poco en el tiempo, hasta ese punto en que el Señor, emprendido ya el camino, aún no ha divisado a los dos discípulos. Yo quiero contemplar a Jesús de Nazaret glorificado en su búsqueda del hombre, con los ojos entornados oteando el horizonte, deseando divisar la silueta de dos viajeros tristes a quienes conoce y ama.
Tras esa imagen de Cristo resucitado recorriendo los caminos en busca del hombre se oculta un inexplicable misterio de Amor: si después de haber ofrecido su amistad al ser humano y haber sido rechazado y traicionado, Dios ha sido capaz de perseguirle con la palabra de los profetas; y tras haber el hombre asesinado a los profetas, el Señor ha decidido venir Él mismo con pies de carne y morir en una cruz para salvar a esa criatura traidora; si aún ahora, tras haber resucitado, ante la incredulidad del hombre, cuando éste se vuelve atrás deseando olvidarlo todo, el mismo Señor emprende camino en su búsqueda, es que, por una locura divina que no alcanzo a desentrañar, Dios está más interesado en la salvación del hombre que el hombre mismo. No lo entiendo, porque Dios no necesita del ser humano para nada, y porque yo no puedo hacer a Dios más feliz de lo que es. Situarse ante este Señor enamorado hasta la locura como si tuviéramos que arrancarle a golpes la salvación es, cuando menos, un insulto a su amor. Antes bien, deberíamos vivir con la seguridad de que hay todo un Dios empeñado, no sé por qué extraño delirio, en que cada uno de nosotros lleguemos al Reino de los Cielos y compartamos con Él la eternidad; es tan grande ese empeño, que le ha llevado a olvidar su orgullo divino y a perseguirnos a través de la historia soportando mil y un desplantes.
Contemplando la obra salvífica de Dios desde este prisma, misterios como el de la Eucaristía despiden una enorme cantidad de luz. Tras la presencia de Cristo en las sagradas especies no sólo se oculta un acto de generosidad y de humildad por parte Dios; por encima de todo eso, la Eucaristía desvela el corazón inquieto de un Señor amante que no ha sido capaz de separarse de sus criaturas, y llegado el momento de marchar, ha decidido permanecer al lado del hombre, oculto y encerrado, hasta el fin de los tiempos. Es el Dios que nos persigue, aunque no nos agobia; que nos busca, aunque no nos coacciona. Y que se ha quedado en la Sagrada Hostia no sólo para que podamos estar con Él, sino también para poder estar con nosotros. La comunión no es sólo una concesión graciosa por parte de un Dios espléndido; más que eso, es el deseo ardiente de un Señor enamorado que desea estar muy cerca del hombre y se ha hecho inmensamente débil para conseguirlo.
La imagen de Cristo recorriendo el camino de Emaús en busca de dos incrédulos que no quisieron acompañarle en el Calvario, y la constatación de que esa misma escena se ha hecho realidad en mi vida, me lleva a pensar que estas consideraciones van mucho más allá de una metáfora. En el corazón humano de Jesús de Nazaret existe una verdadera inquietud amorosa en favor del hombre. Cuando predijo ante sus discípulos su resurrección de entre los muertos, les citó en Galilea. Sabiendo que iba a morir en Jerusalén, y teniendo en cuenta que Galilea se halla separada de la ciudad santa por varias jomadas de camino, el encuentro debería haber tenido lugar días después de que Él resurgiera del sepulcro. El hecho de que allí mismo, en Judea, y el mismo día de su despertar, el Señor busque a los discípulos y se muestre a ellos, cambiando de un plumazo todos los planes preestablecidos, no tiene más que una explicación: este Jesús está loco de amor por el hombre, y aun resucitado, su corazón no sabe estar sin él. Como hombre enamorado, sigue experimentando el fuerte deseo de manifestar su alegría al ser amado; como Dios y Señor de la historia, tiene todo el derecho del mundo a cambiar de planes.
Después de sufrir una ofensa, tenemos por costumbre esperar a que el ofensor nos pida perdón, aun cuando no siempre estemos dispuestos a perdonar. Nos parece que, en justicia, debe ser así, y si otorgamos efectivamente el perdón sentimos que hemos hecho algo bueno. Pero si alguien nos pide que, tras haber sufrido la afrenta, seamos nosotros quienes vayamos tras los pasos de quien, después de ofendemos, se aleja de nuestro lado, lo rechazamos inmediatamente como una humillación intolerable. Y si la misma afrenta se ha repetido varias veces, no dudaremos en pensar que semejante actitud es indigna de un ser humano.
Pero ahora contemplamos a un Dios ofendido sin cesar durante siglos por el hombre, y que no ha dudado en perseguirle hasta tomar su misma carne. Entonces el hombre se dio la vuelta y mató a ese Dios que le amaba; y, cuando moría a manos de aquel a quien amante buscaba, ofrecía su cuerpo para pagar la deuda contraída por su verdugo. Una vez cancelado el recibo, se presentó en la tierra trayendo la carta de libertad para el ser humano. Y el hombre, entonces, no creyó, y se dio la vuelta, y ya regresaba a su antigua prisión. Mientras tanto, su Dios le perseguía por el camino para darle la libertad a tan gran precio comprada.
Nunca hubiera imaginado que, en el día de su triunfo, de su exaltación y su gloria, yo pudiera sentir lástima de Cristo. Pero ahora mis ojos, clavados en este caminante ansioso, se estremecen como tiemblan los ojos de quien llora. No siento lástima por Jesús triunfante; él conoce perfectamente sus movimientos, y los ejecuta con la serenidad y el aplomo de quien es ya Rey de la Historia. Siento lástima porque veo a ese corazón humano y divino manando la misma sangre que derramara en la cruz; herido por la misma llaga de amor e ingratitud. Y, mirando hoy, domingo, a través de esa llaga que a su paso perfuma el camino de Emaús, aún puedo divisar el viernes con una claridad extraña. Es una compasión dulce, alegre, abrasadora y luminosa; hace manar un llanto suave, que brota de lo hondo, y que es al mismo tiempo una alabanza... La dicha y el dolor se han unido en un mismo sentimiento indescriptible que ha nacido este domingo.
¿No es una locura que se pueda sentir lástima de Dios? ¿No es todo esto una inmensa chaladura, que sin embargo no podemos no creer porque abrasa el alma hasta consumirla? Ha resucitado, y sigue siendo un Dios débil. ¿No es una locura decir, a un mismo tiempo, «Dios» y «débil»? ¿Por qué Jesús, resucitado y triunfante, una vez cruzada la frontera de la muerte y del dolor, en lugar de sentarse en el trono que su Padre ha dispuesto para Él y esperar a que el hombre acuda allí solicitando el perdón, se lanza como un loco a los caminos en busca de su verdugo? ¿No es como para llorar y, a la vez, como para saltar de gozo?
Teniendo ante mis ojos a Cristo glorioso tras la pista de aquellos dos discípulos, la salvación eterna se me presenta como el desenlace normal de mi vida. Y es ahora la condenación la que se me antoja un milagro: es el milagro de la necedad, de la dureza de corazón, de la frialdad y la maldad de las que el hombre, si quiere, es capaz; el único milagro que puede hacer el hombre, cuando no quiere dejarse vencer por este Dios.