-
Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
La Madre de Cristo resucitado: la esperanza
Después de la noche, siempre llega la alborada. Al caer la tarde del sábado, María Magdalena y María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. —Muy de mañana, al otro día, llegan al sepulcro, salido ya el sol. Y entrando, se quedan consternadas porque no hallan el cuerpo del Señor. —Un mancebo, cubierto de vestidura blanca, les dice: No temáis: sé que buscáis a Jesús Nazareno: non est hic, surrexit enim sicut dixit —no está aquí, porque ha resucitado según predijo.
¡Ha resucitado! —Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro. —La Vida pudo más que la muerte.
Se apareció a su Madre Santísima. —Se apareció a María de Magdala, que está loca de amor. —Y a Pedro y a los demás Apóstoles. Ya ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡qué cosas le hemos dicho!
Que nunca muramos por el pecado; que sea eterna nuestra resurrección espiritual. —Y, antes de terminar la decena, has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido —por más niño— he puesto mis labios sobre su costado abierto.
Es muy antigua la tradición de que Jesús resucitado se apareció a su Madre antes que a nadie; así se ha interpretado el que no se mencione en los Evangelios a la Virgen entre las mujeres que fueron al sepulcro de Cristo al amanecer del domingo. Entre los muchos textos de escritores comentando este hecho, quizá se pueda destacar, por su sencillez, la narración que hace Santa Teresa de una revelación privada que tuvo del Señor: «Díjome que en resucitando había visto a nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada, que aún no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo (por aquí entendía yo esotro mi traspasamiento, bien diferente; mas ¡cuál debía ser el de la Virgen!) y que había estado mucho con Ella, porque había sido menester, hasta consolarla».
Jesús ha resucitado. «Cristo vive». Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. «No temáis», con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; «no temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí». Haec est dies quam fecit Dominus, exultemus et laetemur in ea; éste es el día que hizo el Señor, regocijémonos.
Esta es la verdad cierta y gozosa: Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos.
A lo largo de su vida, Nuestra Madre vivió siempre el espíritu del Magníficat: fue el latido constante que brotaba desde lo más hondo de su alma en alabanza a Dios. Pero ahora, cuando Cristo ha vencido a la muerte y al pecado con su Pasión y Resurrección, cuando se revela tan plenamente la misericordia de Dios Padre, que por Cristo, con Cristo y en Cristo, nos hace hijos suyos, la Virgen diría una vez más el Magníficat, que cobra luces nuevas ante la Resurrección de Jesús: «Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios mi Salvador»; una alegría llena de fe, de amor y de esperanza. Maestra de esperanza. María proclama que la «llamarán bienaventurada todas las generaciones». Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento —Judit, Ester, Débora— consiguieron ya en la tierra una gloria humana, fueron aclamadas por el pueblo, ensalmadas. (...) ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia!
Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. Porque nos falta fe: «¡bienaventurada tú, que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte del Señor».
Este canto luminoso del Magníficat encierra el misterio de la Cruz salvadora: ante el amor sacrificado de Cristo, se alza la soberbia, el engreimiento del corazón, la prepotencia y el desprecio a los últimos.
Dios, en cambio, ensalza a los que son generosos y humildes. De la humildad, del reconocimiento de nuestra bajeza y de la grandeza divina brotan la esperanza y la alegría. Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. La fortaleza de San Pablo se apoya en esa seguridad:
«El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí», por eso —dice en otra ocasión—, «muy gustosamente me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo..., pues, cuando parezco débil, entonces soy fuerte».
La Virgen ante el Hijo resucitado; un misterio de alegría inexpresable: todo el amor filial y divino de Jesús volcándose en tierno consuelo y colmando el alma de la Madre fidelísima. Madre nuestra, ¡nuestra Esperanza!, ¡qué seguros estamos, pegaditos a Ti, aunque todo se bambolee! Como Ella, siempre, después de identificarnos con Cristo crucificado, si somos fieles recibiremos —ya en esta tierra— la alegría de la Resurrección.