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MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
Emaús
El viernes por la tarde, se levantó en Jerusalén un viento frío del desierto y las nubes de arena ocultaron el sol. Nos envolvió una noche prematura sin la luna de Pascua. Jesús había muerto. La luz se había ido y comenzaba el Sabbath más triste.
Volví a Jerusalén con los demás discípulos y nos reunimos en dos pequeñas habitaciones. Mi amigo, Cleofás, se sentó a mi derecha y conversamos hasta el amanecer.
Decidimos huir, y no por miedo a lo que pudiera ocurrimos, sino por librarnos del peso insoportable de la memoria. Habríamos escapado inmediatamente de la Ciudad, si la Ley nos hubiese permitido viajar en sábado.
Los recuerdos del tiempo vivido con Jesús eran y son toda mi vida. Yo he comido los panes y los peces en la montaña del milagro y he visto cómo los leprosos se libraban de su lacra maldita. He estado ante la tumba de Lázaro y lo vi regresar del Sheol. ¡Qué vais a contarme! Precisamente por haber sido testigo de tantos prodigios, el desmoronamiento de la esperanza fue más terrible. Por un momento pensé que lo había soñado todo, que Satanás me había embaucado con unos recuerdos mentirosos para luego devolverme de golpe a la realidad.
La Madre de Jesús estuvo con nosotros durante todo el sábado. No durmió ni un segundo ni tomó alimento alguno; pero parecía serena, sin atrincherarse en su dolor: nos miraba a cada uno como tratando de adivinar nuestros pensamientos más secretos. En ocasiones incluso sonreía.
Le dije a Cleofás que no me sentía con fuerzas para resistir aquella mirada. Era el perfecto retrato de su Hijo, y quería decirme algo que yo no estaba dispuesto a escuchar.
-No la mires -le advertí-. Si lo haces, nunca regresaremos a Emaús.
Emaús. ¡Qué lejano y extraño me había parecido mi hogar hasta ese momento! Cuando lo dejé por seguir a Jesús, pensé que nunca volvería a verlo. Sin embargo, a medida que transcurría el sábado, fui recordando cada rincón de mi casa: el molino del patio, el pozo, el pequeño huerto que nadie habría cultivado...
Cleofás se me acercó y, como si me hubiera leído el pensamiento, me susurró en voz baja:
-Mañana nos vamos.
Dormimos apenas una hora. Al despertar, el sol comenzaba a salir por el horizonte. Cleofás y yo nos dispusimos a emprender la marcha.
-¿Y María?
-Parece que ha ido hacia el sepulcro. Algo ha ocurrido. Dicen que estaba feliz. También han llegado las mujeres, que hablan de apariciones de ángeles; pero no sé...
No quise oír ni una palabra más.
La mañana era fría, pero ya había estallado la primavera en Jerusalén. Junto a la puerta de la casa había florecido una rosa roja, que la noche anterior no estaba allí. La acaricié con los dedos y miré a Cleofás.
-Es solo una flor -me dijo-. Vámonos.
Nada más salir al camino, vimos a María Magdalena y a su grupo, que regresaban alborotadas del sepulcro. Al parecer no habían conseguido embalsamar el cuerpo de Jesús. Los soldados se habían llevado el cadáver, pero ellas insistían en que había ocurrido algo prodigioso.
Tomás, uno de los doce, acompañado por tres o cuatro discípulos, abandonaba en ese momento la casa sin prestar el menor crédito a los gritos de las mujeres. Cleofás y yo tampoco estábamos dispuestos a hacer más averiguaciones, pero aun así decidimos aplazar la salida.
-¿Dónde estará la Madre de Jesús?
Yo pensaba que deberíamos despedirnos de ella y también de Pedro y de los demás.
La primavera continuaba fría e inestable. Aún soplaba el viento negro del desierto. Pedro y Juan corrieron hacia el sepulcro de Jesús. Salomé, la madre de los Zebedeo, se unió a las demás mujeres, que hablaban entre ellas entre lágrimas y risas.
Caminamos media hora muy despacio y en silencio.
Era inútil tratar de olvidar. ¿De qué íbamos a hablar en el camino? De las veces que recorrimos con Jesús el mismo sendero, de los enfermos que llegaban de todos los rincones de Palestina, de aquel ciego que gritaba en Jericó, de la mujer que llevaba a enterrar a su hijo y Jesús le dijo «no llores». Eran recuerdos dulces y amargos que tan pronto levantaban el ánimo como volvían a hundirlo en el abismo. Todo, todo, todo había terminado ya para siempre. Quizá nunca había empezado.
-¿Te acuerdas de Judas? -preguntó de pronto Cleofás.
-Nunca hablamos de él. ¿Por qué me lo preguntas?
-¿Sigues pensando que Judas es solo «el traidor» y que dándole ese título hemos sido justos?
La mirada de Cleofás se había ensombrecido más aún. Se quedó callado un rato, se envolvió en la túnica y dijo:
-Olvídalo. Es este viento negro que se mete en el alma.
-Una cosa es cierta -le respondí-: nosotros, como Judas, no vamos a ninguna parte, ya no buscamos nada porque lo hemos perdido todo. Simplemente huimos, nos alejamos. No hay esperanza. Si acaso iremos en busca de un rincón donde morir. Judas encontró un árbol.
Me vino entonces el recuerdo de María, de su mirada, idéntica a la de su Hijo, de aquella sonrisa imposible de olvidar. No sé si lloré porque el viento frío me azotaba la cara. En ese momento oímos una voz a nuestras espaldas:
-¿Qué discursos son esos que os traéis en el camino?
Era una voz vagamente familiar, de alguien conocido en otro tiempo y olvidado casi por completo.
No le oímos llegar; por eso el sobresalto fue mayor. Hasta ese momento habíamos caminado unas veces muy deprisa, como fugitivos o ladrones -que eso éramos- y otras, por el contrario, demasiado despacio, como si nos costara alejarnos de Jerusalén. Pero siempre fuimos solos. Por eso, al escuchar aquella voz nos detuvimos desconcertados.
Cleofás se giró por completo y miró al desconocido de arriba abajo. Vestía una túnica blanca ceñida a la cintura y unas sandalias nuevas, tan limpias que parecían no haber tocado el polvo del camino. Era joven y fuerte. Su rostro me resultó familiar, pero expresaba una dignidad que no recordaba haber visto antes.
-¿Por dónde has venido?
El forastero sonrió:
-He estado siempre a vuestro lado.
-¿Siempre...? ¿De dónde vienes?
-De Jerusalén.
-Entonces, ya sabes de qué hablamos. ¿O eres tú el único que ignoras lo que ha ocurrido allí estos días?
-¿A qué te refieres?
-A Jesús de Nazaret, al gran Profeta...
Mientras Cleofás hablaba, yo reemprendí la marcha y me refugié de nuevo en la tristeza. No necesitaba que me contaran otra vez la historia y mucho menos oír cómo se la repetían a un curioso que solo buscaba conversación.
Tenía razón Cleofás: ¿cómo podía haber alguien en el mundo que ignorase los sucesos que habíamos vivido? ¿Quién sería capaz de pensar en otra cosa que no fuera la muerte del Maestro? En ese momento incluso me sorprendí dando gracias a Dios por el viento gélido y las nubes negras que nos escoltaban en el camino. Era un consuelo ver que también la naturaleza sufría con nosotros.
Entre tanto, Cleofás se desahogaba con un desconocido hasta el punto de confesarle nuestra antigua esperanza de que Jesús fuera el restaurador del Reino de Israel y el alboroto de las mujeres, que nunca son de fiar, porque se dejan arrastrar por el corazón y la fantasía.
-Nuestros sueños -concluyó- están enterrados en el sepulcro de Jesús, al otro lado de una gran piedra que nadie puede remover.
Y de pronto, aquel caminante, a quien ni siquiera habíamos preguntado el nombre, empezó a hablarnos con la autoridad de un profeta y con voz cálida, enérgica y cercana...
El desconocido se situó entre Cleofás y yo y empezó a hablar. Ahora, al recordar su discurso, me viene a la memoria la firmeza de sus palabras y la autoridad con que pronunciaba cada frase; pero no soy capaz de describir el tono ni el volumen de su voz Creo que era como un susurro, aunque cada sílaba que salía de
su boca nos golpeaba el fondo del alma como un grito.
Nos llamó torpes, necios, incrédulos, pero ninguna de esas palabras parecía una ofensa, sino una caricia. Era formidable comprender que, en efecto, éramos todo eso y que, por lo tanto, podíamos estar equivocados y aún había esperanza.
Nos explicó la Escritura, el sentido profundo y luminoso de la historia de Israel y de la Alianza de Yahvé con nuestros padres en el Sinaí, las promesas de Dios, las infidelidades constantes del pueblo, las llamadas de los profetas... Y recitó despacio unos versos del Isaías que conocíamos de memoria:
Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.
¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados.
Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros.
Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca.
Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido...
Recordé al Rabí que nos explicó en la sinagoga este pasaje. Nos dijo que era una alegoría de los sufrimientos del pueblo de Israel. Ya entonces me pareció una extraña alegoría. Ahora Jesús la había vivido al pie de la letra, pero yo me resistía a aceptarlo.
-¿No comprendéis que era necesario que el Cristo padeciera todo eso para entrar en su gloria...?
La verdad es que no, no lo entendíamos aún. Sin embargo aquellas palabras parecían haber alterado todo: el viento frío se había transformado en una suave brisa; el sol, ya sin nubes que atenuasen su luz, se disponía a caer sobre las montañas en una sinfonía de colores rojos y violetas, y nuestro ánimo, por alguna
razón difícil de entender, se había encendido de nuevo como la luna llena de Pascua.
Emaús estaba a la vista. Mi casa seguía tan blanca como hace tres años, y el huerto no parecía abandonado. Mi perro, que ya no era mío, puesto que lo regalé a mi vecino Samuel, vino corriendo hacia nosotros para darnos la bienvenida, y, antes de que nos diéramos cuenta, el desconocido se alejaba por el camino.
-¡Eh, tú...! ¡Quédate con nosotros. Ya anochece...!
En la mesa de mi casa alguien había dejado un pan y una jarra de vino. Quizá fue Samuel, pero no me atreví a salir para preguntárselo. Nos sentamos. Empecé a temblar antes de que ocurriese nada. El Señor tomó el pan y yo le pregunté:
-¿Quién eres?
Jesús dividió el pan como solo El lo hacía.
-Sabes muy bien quién soy -me contestó.
Le miré a los ojos. Era el vivo retrato de María.