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4 noviembre 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!
Termina el Salmo 2 con una lección de esperanza. Convencidos y dispuestos a se¬guir el camino del amor, al que se une ahora la confianza, la esperanza de que junto a Dios llegaremos al final de nuestros días.
Ya sabemos sobradamente que, al ca¬minar, encontraremos espinas y abrojos y que, de vez en cuando, recibiremos el aroma de las rosas —nacidas del propio sa¬crificio—, y esto nos animará a seguir adelante.
Convertidos en caminantes alegres y seguros, comenzamos con paso rápido a recorrer esa distancia que nos separa de Dios. Ya hemos visto que ese camino no es una carretera larga, una recta en la que se puede divisar el fin, sino que es un sendero unas veces estrecho, otras más ancho y que, en ocasiones, desaparecerá de nuestra vista porque una montaña o un bosque lo oculte.
Por eso debemos conocer, o por lo menos saber con cierta seguridad —para no sorprendernos—, que estas dificultades las vamos a encontrar un día u otro. No suele haber señales que indiquen estas variaciones, y por eso la bienaventuranza es para los que confían, porque detrás de todos los obstáculos vamos a encontrarnos con El.
El comienzo de la vida interior se puede comparar a la de cualquier estudiante que, una vez terminada su carrera, cambia su modo de pensar y de actuar, pasa de ser un estudiante lleno de vida, pero con poca responsabilidad y sin preocupaciones, a hacerse cargo como profesional de lo que le encomiendan. Es un tiempo difícil y duro que va de la teoría a la práctica. Son situaciones complejas que necesitan una ayuda especial, fortaleza para mantenerse y seguir adelante suceda lo que suceda. La vida misma se encarga de enseñar y demostrar que no es terrible y que se puede con aquello que parecía tan difícil. El nuevo profesional, después de unos cuantos éxitos o experiencias, adquiere seguridad que le lleva a tener ambición noble para conquistar un lugar y un prestigio. La lucha diaria y constante en el ejercicio de esa profesión se lo van asegurando.

Ambición de conquista
En la vida interior también debe existir esa ambición de conquista; vamos a conquistar el Amor. «¿No sabéis que los que corren en el estadio —dice San Pablo— esperan una recompensa y sólo uno de ellos consigue el triunfo? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo por una corona corruptibilidades ble; nosotros, en cambio, por una incorruptible». Todo lo que vale la pena necesita de un duro entrenamiento, supone una privación de ciertas cosas que son dañinas para alcanzar esa meta. Lo que buscamos nosotros, esa unión con Dios que nos va a dar la felicidad, también pide correr y privarse.
Partimos de la base más excelente y segura, un Dios que no traiciona, se enamora de nosotros, nos señala como hijos suyos y, además, nos da una serie de medios sobrenaturales para ayudarnos en esa lucha. Contamos siempre con El. Nos ha dejado los sacramentos, la gracia, la Iglesia, la enseñanza de la Sagrada Escritura; todo un ambiente para la consecución de ese fin. Todo depende ahora de que enredemos la voluntad para querer y de la docilidad a la gracia.
La correspondencia al amor de Dios nos va a dar entrada en esa tercera dimensión, que es la profundidad que nos hará ver las cosas tal y como Dios quiere. «Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura y, con ella, el relieve, el peso y el volumen» (Camino, 279).
«¡Venturosos los que a El se confían!», nos dice el salmo. Con esta visión de profundidad evitamos que el Señor nos pueda repetir: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron», y disponemos el lugar que va a ocupar en nuestra vida. Un lugar en el corazón, que transmite con fuerza, al exterior, esa presencia de Dios en nosotros.
El entrenamiento se fija en una terquedad ambiciosa de querer apresar a Dios, pasando por las dificultades, unas veces más airosamente que otras, y con un pensamiento sincero que nos ayuda a reconocer que el mayor obstáculo somos, precisamente, nosotros mismos.
Esa confianza que vamos consiguiendo a fuerza de lucha confiere suavidad al trato con el Señor, lima las asperezas normales de la propia compasión o de cualquier debilidad que podamos tener. Entonces, el trato con Dios se llena de espontaneidad: lo que sentimos o deseamos pasa a ser tema de conversación con El. El desahogo, al contarle las dificultades que encontramos, hace desaparecer esos pequeños problemas que antes nos afectaban tanto y a los que ahora damos solo su verdadera importancia. Al centrarnos en Dios renace la ilusión; una ilusión que lleva una gran carga humana, pero que se apoya en lo sobrenatural. El punto de vista de Dios es tan importante como el nuestro, y entonces, cuando advirtamos con claridad nuestras equivocaciones, no será tan difícil abandonarse al Suyo.
Vamos a la conquista de Dios como buenos profesionales de la vida interior. Con una ambición de conquista que hace huir a la tristeza. Un caminante triste no arrastra a los demás, inspira más bien pena. Y con esto no queremos decir que la batalla ya está ganada; somos realistas y ya nos conocemos un poco. El lastre que llevamos a cuestas puede llegar a ahogarnos, pero es el momento de la esperanza y de la fe. Dios no va a abandonar a quien sabe que desea llegar a enamorarse de El.
Al principio, puede parecer que el monólogo va a ser eterno, y, sin embargo, el diálogo se establece en el momento más oportuno. Jesús contesta, da respuesta a ese corazón ansioso. El Evangelio nos lo demuestra precisamente en un momento de dolor.