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Una costumbre cristiana: Las comuniones espirituales. José Manuel Iglesias. Edic. Palabra, Madrid, Folletos MC, nº 338
DE LA MANO DE SANTA MARIA
Como final de estas consideraciones eucarísticas deseo hacer ver que así como la Virgen María es Madre y Maestra de Vida cristiana, también lo es de la vida de fe y de amor a la Eucaristía.
Cuando los discípulos del Señor quedaron sin la presencia visible del Maestro, se acercaron a María, aprendieron de Ella..., perseveraban con María.
Para encender su fe y amor a Jesús Eucarístico encontraron en la Virgen un ejemplo admirable. Un prestigioso teólogo señala en unas páginas dedicadas a la Eucaristía y a la Virgen: «Era el más perfecto modelo de devoción eucarística... Si nos dirigimos a Ella, puede enseñamos sin ruido de palabras... en lo que debe consistir nuestro deseo de Eucaristía».
No creas que es ésta una consideración poco profunda. Nuestra Madre Santa María conoció el mis¬terio inefable de la Eucaristía y profundizó en él más que criatura alguna: nadie tuvo tanta fe y tanto amor a Jesús como Ella.
El mismo autor se pregunta, ¿por qué María fue encomendada a San Juan? Entre otras razones -contesta-, porque éste tenía un tesoro: la Eucaristía. En adelante buena parte de la misión de la Virgen será contemplar y amar a nuestro Señor, presente en la Eucaristía, y obtener por sus incesantes súplicas la difusión de la fe y la salvación de las almas.
Probablemente a las primeras Misas que celebró San Juan asistiría María, y la Misa produciría en la Virgen los mismos sentimientos y afectos que ambos habían vivido al pie de la Cruz. ¿Quién entenderá mejor que María lo que es el Sacrificio de la Misa? ¿Quién vivirá mejor que María la Santa Misa? Como lo había hecho en la Cruz, en cada Misa se uniría a su Hijo Jesús -como mediadora universal y como corredentora- en adoración reparadora, en actitud de súplica, en acción de gracias...
Cada una de las comuniones de María era más ferviente que la anterior, y al producirle un gran aumento de caridad, la disponía a una Comunión aún más fructífera.
Y tanto actuaba en la Virgen María el Amor di¬vino de su Hijo, que la teología puede llegar a afirmar que el hambre de Eucaristía era incomparablemente mayor -más intenso- en María que en las almas más santas. Y es que Nuestra Señora caminó hacia Dios con un anhelo irresistible, que creció día a día junto con sus méritos. Es el Espíritu Santo, actuando en Ella, quien la lleva infaliblemente a darse con plena libertad a Dios y a recibirle; este amor -como la sed ardiente- se acompaña de un sufrimiento que no cesará más que por la muerte de amor y por la unión eterna. Tal era el hambre de Eucaristía en la Santísima Virgen.
A Ella enseñaba San Pío X a acudir: «¡Oh Virgen María, Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, despertad en todos los fieles la devoción a la Sagrada Eucaristía para que se hagan dignos de recibirla diariamente!».
Hambre..., ansias..., anhelos..., deseos..., de tratar y de recibir a Jesús presente en la Eucaristía. Eso pido a nuestra Madre Santa María para ti y para mí.
Aquí, lector amigo, concluyo y dejo por hoy mi relato con un cierto temor de haberte cansado con tantas consideraciones y citas. ¡Ojalá no temas ni te canses tú de tratar cada día con más cariño al Señor en la Eucaristía! Una y otra vez dile audazmente que le quieres, y que deseas recibirle... con aquella pureza, humildad y devoción con que os re¬cibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos.