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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
UNA PREGUNTA OPORTUNA
Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?» (Le 24, 17-19a).
Yahweh Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?». Éste contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí». Él replicó: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?
¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?» (Gn 3, 9-11).
«Tengo siempre presente mi pecado» (Sal 50, 5)
Envió Yahweh a Natán donde David, y llegando a él le dijo: «Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico, y dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre, y dio de comer al viajero llegado a su casa».
David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: «¡Vive Yahweh! que merece la muerte el hombre que tal hizo. Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión». Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre» (2 S 12, 1-7).
El pecado de David había sido terrible: tras cometer adulterio, yaciendo con la mujer de Urías, había hecho morir a éste para poder unirse a Betsabé. Y, sin embargo, cuando Natán acude a su presencia enviado por el mismo Dios, no comienza su discurso acusando al rey, sino formulándole una pregunta, exponiéndole un supuesto crimen cometido en sus dominios y pidiéndole una decisión que haga justicia. Semejante actitud puede parecer un rodeo inútil, puesto que, finalmente, la escena concluye con una acusación real y fundada, y con un castigo. Sin embargo, la conducta de Natán debe contemplarse desde lo que podríamos llamar un estilo divino de acusar. Son muchas, en la Sagrada Escritura, las ocasiones en que el primer movimiento de Dios, tras un pecado del hombre, consiste en una pregunta. Así se comportó Dios aquella tarde, tras la primera transgresión cometida por nuestros padres, cuando les interrogó: «¿Dónde estás?» y «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer?». Antes de escuchar maldición alguna de boca de Yahweh, Adán y Eva se encontraron en el jardín con un Dios que preguntaba.
No mucho más tarde, Caín, el hijo de ambos, tras haber asesinado a su hermano, escuchará la voz de ese mismo Dios: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4, 9). En el libro de los salmos, Yahweh interroga a todo un pueblo que se ha vuelto prevaricador:
«¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta, poniéndoos de parte del culpable?» (Sal 81,2).
La pregunta se vuelve lamento en el libro de Isaías. Dios viñador contempla la viña de sus amores, a la que cuidó con especial ternura, y de la que recibió a cambio el fruto más amargo. Podría esperarse entonces un estallido de cólera divina; sin embargo, la primera reacción del Creador vuelve a ser un interrogante:
¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces? (Is 5, 4).
Los profetas fueron, en innumerables ocasiones, los encargados de trasladar a un pueblo pecador las preguntas de su Dios, antes aún que las acusaciones. Por boca de Jeremías, Yahweh, lleno de tristeza, interpelará a un Israel ingrato:
¡Vaya generación la vuestra!; atended a la palabra de Yahweh: ¿Fui yo un desierto para Israel o una tierra malhadada? ¿Por qué, entonces, dice mi pueblo: «¡Bajemos! No vendremos más a ti»? ¿Se olvida la doncella de su aderezo, la novia de su cinta? Pues mi pueblo sí que me ha olvidado días sin número (Jr 2, 31-32).
Cuando, cada año, el día de Viernes Santo, contemplamos los cristianos el terrible pecado de la Cruz, resuena en nuestros templos y en nuestras almas la estremecedora pregunta que Yahweh formuló para siempre a través de los labios de Miqueas:
Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme! (Mi 6, 3).
«¡Respóndeme!»... Es Dios quien lo pide, y a gritos. Y aún continúa esperando esa respuesta de labios de cada hombre.
La noche antes de su Pasión, el Hijo de Dios encarnado recibió, en el palacio de Anás, la primera bofetada de manos de un hombre. Era un soldado del sumo sacerdote quien osó golpear con sus sucias manos el rostro divino de Jesús de Nazaret. Cuando Nuestro Señor levantó su faz herida y con sus ojos buscó los ojos de aquel soldado, sus labios dejaron brotar, como única respuesta a aquel ultraje, una pregunta:
«Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23).
Y, de nuevo, el eco de esas palabras taladra la historia de los hombres: «¿Por qué me pegas?»...
Obviamente, en todos estos casos y otros muchos que podrían traerse aquí, Dios no pregunta porque tenga necesidad de una respuesta por parte del ser humano.