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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
El gozo de la Asunción de la Madre de Dios (2 de 2)
«¿Con qué cánticos —se pregunta San Bernardo sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que Madre tan grande merecía, con aquella gloria que era de tan gran Hijo?». Recojamos de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a los cielos en cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborotan! Pienso también en el júbilo de San José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el paraíso. Pero volvamos a la tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.
La alegría es la virtud característica de los hijos de Dios. «Servid al Señor, con alegría» no hay otro modo de servirle. «Dios ama al que da con alegría», al que se entrega por entero en un sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el desconsuelo. Por eso, «los santos —dice San Atanasio—, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si estuvieran siempre celebrando la Pascua».
La felicidad cristiana es la más realista que existe, porque tiene en cuenta la visión total de las cosas: la visión humana y la divina. Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?
Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaja la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria.
Pensando en el cielo que nos aguarda si somos fieles, renacerá el afán de lucha interior, de apostolado..., y con ello la alegría. Afirma San Basilio: Siempre estarás gozoso y contento, si en todos los momentos diriges a Dios tu vida, y si la esperanza del premio suaviza y alivia las penalidades de este mundo». Nuestra Madre aviva la certeza de que para los que aman a Dios todo es para bien. La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza golosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición —Monstra te esse Matrem—, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.