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2 noviembre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

El nuevo soplo de Dios
Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos (del pregón pascual).
Ha llegado la hora de la nueva Creación, y Yahweh Dios escribe esta mañana sobre las páginas del Génesis. Es, de nuevo, la hora de la brisa.
Aquella brisa primera, refrigerio de la tarde, profetisa de los bienes eternos, alejaba de la Tierra las sombras y traía en su regazo a un Dios protector que velaba los sueños del hombre. Desde entonces, una noche más terrible se ha abatido sobre la historia humana, cubriéndola de pecado y maldición. Y hoy, domingo, esa noche ha llegado a su fin. Cristo, Astro Rey, Luz del mundo, se levanta victorioso e inaugura la mañana sin ocaso. Es la primera hora de un día eterno, y una brisa suave está acariciando la faz de la Tierra. No es el soplo del ocaso, sino el del alba, porque hoy comienza lo que entonces terminó. Es, ahora, el mismo viento que sintieron en el homo los tres jóvenes castigados por Nabucodonosor, como «un frescor de brisa y de rocío» CDn 3, 50).
No se trata, esta vez, de una corriente de aire que incline las copas de los árboles, aunque la Creación entera, de modo misterioso, está hoy postrada ante este nuevo soplo. Más bien, entendemos ahora que el aire fresco que, al despertar la aurora, recorría nuestros campos estaba gritando suavemente una palabra, y esa palabra, pronunciada desde la eternidad y traída por el viento del amanecer, hoy se nos ha desvelado. La parábola del alba se está abriendo esta mañana, y en lo más alto del cielo Cristo ha tomado posesión del trono solar. Ahora es la brisa la que se inclina, y cede su paso al aliento de Yahweh. Ese aliento, el Espíritu Santo prometido, recorre la nueva Creación en esta hora primera, y aleja de la Tierra las sombras del pecado y de la muerte, del odio y la tristeza, para dejar a su paso por las almas hijos de Dios, ciudadanos del cielo, santos y partícipes de la eternidad.
La noche ha sido terrible, agobiante, como un horno de fuego cerrado por muros de muerte. Y ahora, vencida la muerte, derribados los muros, el Espíritu Santo, soplo de aire fresco enviado por Dios, empapa la tierra con el nuevo rocío (cf. Sal 71, 6), que es el agua bautismal en la que hemos sido regenerados.
En cierta ocasión conocí a una persona que, como producto de una depresión causada por el abandono de su familia, llevaba tres años sin apenas salir de su domicilio. A lo largo de ese tiempo, no se cambió de ropa ni realizó actividad alguna, aparte de mirar la televisión. Su único contacto con el mundo exterior consistía en una visita diaria a un bar, en el que comía una ración mínima. Durante aquellos años no interrumpió su internamiento más que por este motivo. Cuando por vez primera entré en su casa, fui recibido por un hedor fortísimo, nauseabundo, al que él se había habituado. Aquellas habitaciones no se habían ventilado en mucho tiempo. La visita se repitió una y otra vez, pero resultaba prácticamente imposible convencerle para que saliera de casa a más distancia que la del bar. Finalmente, se le pudo trasladar a un hospital, y, posteriormente, conducirle a una residencia lejos de Madrid, en la sierra. El contacto con el aire libre y, desde luego, la profesionalidad de quienes allí trabajaban hicieron posible que, en el transcurso de unos meses, aquel hombre rejuveneciera por completo.
He pensado muchas veces en la situación de aquella persona como una parábola del pecado. La privación de Dios supone para el hombre encerrarse a cal y canto dentro de sí mismo, y es sin duda un modo de existencia sumamente agobiante, estrecho y viciado. De alguna manera, el ser humano es capaz de habituarse a convivir con su propia podredumbre, y entonces lo difícil es abrir puertas y ventanas, para dejar entrar de nuevo el aire fresco. Sé que hay almas encadenadas durante años las cuales, ante la contemplación de la virtud, experimentan un deseo lejanísimo y una nostalgia secreta, pero ni siquiera se sienten fuertes para tomar la decisión de pedir un milagro. Se han habituado de tal manera a su cautiverio, que ya no conciben para ellos otro tipo de vida lejos de la podredumbre en que se han sumido. Por eso, el consentimiento repetido en el pecado mortal se me antoja una experiencia sumamente peligrosa; un día, esa puerta puede cerrarse del todo, y el alma quedará atrapada en su propio féretro. Cuando una persona, antes de pecar, se dice a sí mismo: «luego acudiré al sacramento», está olvidando que, al cometer el pecado, se pondrá en manos del Maligno, y su futuro dejará de pertenecerle. No podemos ignorar que, cada vez que un alma en pecado acude al sacramento de la penitencia, se está produciendo, de alguna manera, un milagro de la gracia actual. Tentar a Dios incitándole a multiplicar estos milagros es demasiado arriesgado. Cualquiera que se exponga a esta situación puede descubrir, un día, que se lleva bien con el fango, y que aquello que le parecía antaño nauseabundo y podrido se ha convertido, tristemente, en una realidad cotidiana y asumida. Ese tal está encerrado, y convive ya con la muerte sin aspaviento alguno.
Frente al pecado como situación de agobio y reclusión, en la que el hombre ve reducido al mínimo su campo de juego y cortadas sus alas sin apenas rebelarse, la gracia se nos presenta esta mañana como la suave brisa de un amanecer abierto, que trae noticias de un horizonte infinito y nos lleva de la mano hacia un horizonte eterno. Así se le presentó a Elías (cf. IR 19, 12), y así se la mostró Jesús a un atónito Nicodemo:
« El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adonde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8).
Cualquiera que haya hecho la experiencia de pasar del pecado a la gracia entenderá perfectamente esa sensación de refrigerio, de libertad recuperada. Cuando un alma se acerca al sacramento de la Penitencia, se sitúa existencialmente en este amanecer nuevo, y la brisa de la mañana, el Espíritu Santo, aleja de él toda sombra de pecado, liberándole de su reclusión y abriendo ante sus ojos un horizonte inmenso y fascinante.
En nuestras oficinas, despachos, comercios y bares, ya no sentimos el viento. Cuando salimos de casa, quienes vivimos en las ciudades somos cruelmente castigados por un aire viciado y maloliente, al que también nos hemos habituado. Pero ese viento que curte y a veces corta, que trae noticias de la inmensidad y refresca el rostro cansado, muchos de nosotros lo hemos perdido. Hacemos nuestro apostolado en las cafeterías mientras vemos el cielo a través de una ventana, y rezamos en la habitación de un quinto piso. Y es aquí, en medio de esta civilización de espacios cerrados a la que le anuncian la libertad con forma de teléfono móvil, donde tenemos que introducir esa brisa fresca del nuevo día que limpie el aire y derribe los muros, para mostrar a los hombres el horizonte radiante de la verdadera libertad.
Es la hora de la brisa, y urge por ello abrir ventanas, limpiar atmósferas, mirar al cielo y romper de una vez con tanta estrechez de miras. El rostro de la Magdalena, antes cubierto por unas manos tristes que lo inundaban de tinieblas, surca ya, alzado, el aire de la mañana, que ha arrastrado sus lágrimas a través de las sienes, y ahora parecen sonrisas. Son muchos quienes, en esta hora sagrada, aún no alcanzan a ver más allá de su pequeño mundo. Hay que invitarles a salir, porque hoy, desde los campos, se ve el mar, la Cúpula de San Pedro, y, en el cielo, el trono de Dios.