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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!
En Caná de Galilea
Hay una escena en el Evangelio en la que María es la protagonista. Es su deseo el que se cumple y acelera —queriendo con la fuerza de las madres— la llegada del momento de manifestarse su Hijo al mundo. «Al tercer día hubo una boda en Caná de Galilea, y allí estaba la Madre de Jesús. Y Jesús, con sus discípulos, fue invitado también a la boda. Y faltando el vino, dice su Madre a Jesús: "No tienen vino". Y dice Jesús: "Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Mi hora aún no ha llegado".
Su Madre dijo a los sirvientes: "Haced lo que El os diga". Había allí seis tinajas de piedra para las abluciones de los judíos, de dos o tres metretas cada una. Díceles Jesús: "Llenad de agua las tinajas".
Las llenaron hasta los bordes. Díceles: "Sacad ahora y llevad al maestresala". Apenas el maestresala probó el agua hecha vino, llama al novio y le dice: "Todos sirven el mejor vino al principio. Tú lo has guardado para el final..."».
En todo el pasaje se pone de manifies¬to la seguridad de María en Jesús. Ella sabe que no es el momento oportuno, incluso recibe de Jesús aquella respuesta: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí?». Ver¬daderamente no era de su incumbencia ni les competía a ellos meterse en algo que pertenecía exclusivamente a aquellos novios; pero Ella pone tal confianza en el Señor, que consigue que el milagro se realice.
Con qué naturalidad le dice a los sirvientes: «Haced lo que El os diga». La Virgen sabe leer en los ojos de Cristo y acelera el momento de su manifestación a los hombres: es el primer milagro de Cristo. Es tal su seguridad que no cabe la vacilación. Junto a Cristo las cosas toman una forma distinta. A veces, lo que nos sucede es que nos falta ese conocimiento de Jesús que la Virgen tenía. Falta en el trato naturalidad, que ya sabemos que nace de la confianza. Vamos a acercar a Cristo a nosotros. Vamos a despojar la imagen que tenemos de El, de lejanía, de la idea de un Dios difícil de tratar. Todo forjado por nuestra imaginación, sin ese fundamento sobrenatural que es la filiación divina. Un hijo no puede temer a su padre ni puede pensar en él como algo muy dis¬tante. Dios bajó a nosotros; ahora somos nosotros los que tenemos que acercarnos a El. Y oímos, como un «ritornello», las palabras de la Virgen «Haced lo que El os diga». Y vamos con disposición rápida a preguntarle: ¿Qué es lo que quieres de mí? Y, si hace falta, llenaremos de agua los cántaros, pero «hasta los bordes», sin cansarnos, sin interpretar que llenar pueda ser dejarlos a la mitad. «Hasta los bordes», sin regateos. La generosidad no debe conocer límites, desborda.
La vida interior consiste en que contemos en todo momento con el Señor. Cada uno con nuestro modo peculiar de expresarnos, sin necesidad de retórica o frases hechas que puedan impedir la naturalidad del hijo que habla con su Padre.
Se establece un diálogo sencillo, humano y divino entre Dios y nosotros, que calmará nuestra ansiedad y será el desahogo de las tribulaciones o el acicate para esa lucha alegre y confiada. El corazón puede explayarse porque Dios escucha. Diálogo ininterrumpido, porque en los afanes del día también le hacemos tomar parte activa, y cuando llega el momento del descanso, sin palabras, le ofrecemos un día lleno hasta los bordes de unos deseos imperfectos, que El tiene que perfeccionar.
Es indudable que cuando dejamos que Dios forme parte de nuestra vida nos enriquecemos, porque la paz, la alegría y la inquietud de querer dar más se exteriorizan. Nadie puede ocultar una felicidad ni una pena. Los actos, los movimientos, las expresiones, incluso el ritmo que damos al trabajo, va impregnado de esa paz o de esa tristeza interior. Y es indudable —lo sabemos por experiencia propia— que los demás se acercan a nosotros cuando advierten esa paz, que algunos no sabrán que es Dios hasta que se lo hagamos ver.
Los deseos que nacen de un corazón sano tienen la importancia grande de que atraen a Dios. La intención confiada de que El resolverá todo, cuando le parezca oportuno, es ya dar paso a Dios. Darle entrada libre para que haga en nosotros se¬gún su voluntad. Quizá carecemos a veces de deseos; ése puede ser un coladero por donde los afanes propios consiguen el primer lugar.
Desear vida interior rica en actos de amor y en actos de esperanza. Llegar a hacer nuestras las metas que Dios ha puesto a los hombres y acelerar con nuestras vidas el acercamiento de los demás a Dios. No ganaríamos nada si solamente nos dedicásemos a crecer en amor nosotros solos. No somos caminantes solitarios que en su soledad intentan amar, sino todo lo contrario: deseamos aprovechar todas las circunstancias para demos¬trar que Cristo vive en nosotros y que los demás deben participar de esta vida. Si perdemos la confianza en conseguir que los demás se acerquen a Dios, pronto Cristo se encontraría solo. No podemos dar un réquiem a la esperanza, porque eso se¬ría prueba de muerte, y no es ésta precisamente la enseñanza de Cristo: «He ve¬nido a traer vida, y vida sobreabundante».
La esperanza de llegar al fin nos mantiene y es lógico que nos lleve de la mano a llenar ese tiempo, que cada uno de nosotros tenemos señalado, enriqueciéndolo con un amor que se renueva todos los días, porque es un amor joven, que late a impulsos de una voluntad esforzada y de unos deseos ambiciosos que ponen siempre su meta en conseguir enamorarse de Dios.