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5 octubre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

De vuelta
«Quédese cada uno en su sitio, y que nadie se mueva de su lugar el día séptimo» (Ex 16, 29).
No se puede caminar en día de sábado, y por ello la salida tendría que quedar aplazada hasta el día siguiente. Descansarían durante aquella jornada, y, después de haber dormido, emprenderían el camino que les llevase de vuelta a Emaús.
La distancia que separaba su pueblo de Jerusalén no era excesivamente larga, y ellos se sentían presa de un cansancio terrible en el cuerpo y en el alma. Dormirían hasta bien entrada la mañana, y entonces prepararían todo para llegar a Emaús al atardecer.
Pero, al despertar aquel domingo, recibieron noticias inquietantes. El cuerpo del Señor no estaba en el sepulcro. María Magdalena y otras mujeres habían ido allí a primera hora y habían regresado anunciando el robo del cadáver. También oyeron rumores acerca de la aparición de un ángel, portador de la noticia de que Jesús de Nazaret estaba vivo. Pedro y Juan habían acudido al monte Calvario, y habían comprobado que el cuerpo del Señor no estaba en la tumba. Sin embargo, a él nadie le había visto.
Mientras ellos escuchaban estas cosas, en el huerto de José de Arimatea estaba teniendo lugar un encuentro que hacía estremecer al alba. Pero ellos no lo sabían. Aquellas habladurías sobre cadáveres robados y tumbas profanadas les parecían la estela macabra de un suceso ya bastante decepcionante en sí mismo. Mejor era dejar descansar en paz a los muertos, y pasar de una vez aquella página que, según ellos, ya empezaba a pudrirse. De este modo, todas aquellas noticias les reafirmaron en la decisión de volver a su pueblo y alejarse de aquel escenario desalentador.
Y así, en el día más luminoso de la historia, en el día en que amanecieron para la Humanidad entera ilusiones nuevas de gloria y vida eterna, en el día en que la Tierra saltó de gozo y comenzó el alumbramiento feliz de la nueva Creación, dos antiguos discípulos de Jesús de Nazaret, con sus ventanas cerradas a cal y canto al alba recién nacida, caminaban tristes y desnudos en busca de las hojas de una higuera marchita.
La distancia que separa a María Magdalena de estos dos discípulos es la misma que media, según la lógica de las tinieblas, entre la locura y el realismo. Y si, a la misma hora, María de Magdala se hallaba en el ámbito festivo de la eternidad, hablando cara a cara con un Jesús glorificado y llenando su alma con la luz nueva de la gracia, mientras Cleofás y su compañero arrastraban sus pies cansados por el camino de vuelta del fracaso y la tristeza, la diferencia viene marcada por un solo movimiento: la Magdalena ha regresado al Calvario; los dos discípulos huyen de él. A María, el ímpetu de un amor más fuerte que la misma muerte le ha llevado a abrazarse a la Cruz; a Cleofás y su compañero, la decepción de un deseo truncado violentamente y el encontronazo con un muro tan inapelable como la muerte les lleva a dar marcha atrás y a olvidar.
Frecuentemente, para referirnos a personas que han perdido la ilusión, incapaces de entusiasmarse con empresa alguna, usamos la expresión «estar de vuelta de todo». Algún necio le ha adjudicado a esta expresión una connotación de cierta sensatez, madurez o realismo, como si ese tipo de personas fuera el modelo en que podemos fiarnos para tener los pies en la tierra. Entre los aficionados a matar ilusiones, entre los envidiosos de la juventud del alma, entre tantos que se llaman a sí mismos «adultos», entre los cobardes a quienes la sucesión de derrotas postró para siempre en la desgana, está de moda «estar de vuelta de todo», «tener los pies en la tierra». Si les expones tus ilusiones, te dan una palmadita en el hombro y te cuentan que ellos también han sido jóvenes, y han compartido ese entusiasmo, pero que luego la vida (se suele apelar a «la vida» con una facilidad que asusta, cuando lo que se quiere decir es «mi vida») les ha bajado los humos. Te miran con ojos sombríos y aire de superioridad, como si estuvieran esperando desde el otro lado para ver cómo caes igual que cayeron ellos, y luego poder espetarte: «ya te lo dije». Pero no confundamos los términos: esa sabiduría no es la de la ancianidad, sino más bien la de la muerte. En sus planes, Dios no cuenta para nada, aunque su nombre pueda adornar sus discursos. El milagro se halla absolutamente excluido de sus previsiones, y esa falta de fe les condena a quedarse a solas con la realidad temporal.
El camino de Emaús pasa por delante de mi casa, y a lo largo de él desfilan cadáveres andantes, ilusiones defenestradas, personas que arrastran sus pies bien pegados a la tierra mientras sus ojos escudriñan cualquier barrizal. Por él veo pasar a hombres y mujeres cuyo matrimonio lleva roto desde hace muchos años, los mismos que han pasado desde que decidieron dejar de luchar. Cuando les animo a rezar para que Dios reconstruya su familia y reanime el amor que sintieron en la juventud, me dirigen una mirada de cansancio eterno: «eso lo pedía al principio, pero ya pasó. No se puede hacer nada. Rece usted por otra cosa, padre». Otros han perdido la fe que tuvieron de jóvenes, y desde entonces se han conformado con una triste piedad de mínimos, o se han apartado totalmente de Dios. Intento animarles para que vuelvan a las prácticas cristianas de su juventud: «eso era muy bonito, padre, pero ya quedó demostrado que yo no servía para santo. Me sentía muy bien cuando rezaba, pero nunca conseguí perseverar. ¿Para qué proponerme una cosa que ya tengo experimentado que no sé cumplir? Sería engañar a Dios y a mí mismo». En algunos casos, hay caminantes que han guardado algunos sueños en la mochila, como quien porta un 'souvenir' comprado en una tierra exótica: «Yo hice ejercicios espirituales de pequeño, ¿sabe? Recuerdo que me sentía muy bien. ¡Qué tiempos aquellos!». Todos estos caminantes tienen algo en común: no creen en los milagros, o, al menos, no creen que pueda sucederle a ellos. En el fondo, viven como si Dios no existiera.
Repito que esa pretendida madurez me parece triste. Es la vejez del alma, y se halla más cerca de la muerte que de la vida. Conozco a verdaderos ancianos, hombres enamorados a quienes Dios ha concedido largos años de vida en esta tierra, y veo centellear sus ojos cuando se abre ante ellos un horizonte divino. Son hombres acostumbrados al milagro, porque han convivido con él durante mucho tiempo, a quienes el largo camino les ha enseñado a desconfiar de las criaturas y de sí mismos y a confiar plenamente en Dios. Han experimentado innumerables veces la realidad de la providencia, y ya no hay obstáculo humano o contrariedad terrena que les haga perder la paz, porque saben que todo está en manos de un Señor más poderoso. Han tenido tiempo de sentir en su vida la misericordia de Dios como bálsamo suave, y así, todo lo comprenden, todo lo perdonan, porque saben, de verdad, lo que se les ha perdonado a ellos. No puedo evitar que acuda a mi mente, mientras esto escribo, la imagen de Juan Pablo II: su empeño en seguir adelante arrastrando ese cuerpo crucificado por todos los rincones de la Tierra le convierte en un loco para el mundo. Son ellos, los prudentes, los asesinos de ilusiones, los que están de vuelta de todo, los actuales discípulos de Emaús, quienes le gritan que se vaya, que descanse, que deje el paso libre a sangre nueva. Y este joven enamorado, que se ha abrazado fuertemente a la Cruz, es capaz de dejarles a todos atrás, porque él no quiere alejarse del Calvario; porque no está de vuelta, sino que mantiene su frente mirando al viento, negándose a retroceder un palmo; porque sabe que, en medio de un mundo en el que las sociedades se gobiernan desde los restaurantes y las pasarelas de la moda, la Iglesia sólo puede ser regida y pastoreada desde la Cruz. Juan Pablo II no bajará de la cruz hasta que la Santísima Virgen recoja su cuerpo exhausto y lo envuelva en un sudario de gloria.