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4 octubre 2025

María

Tratar a la Madre de Dios con sencillez y confianza (2 de 2)
Juan Pablo II ha insistido, repetidas veces, en la riqueza que encierra esta devoción mariana: «El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesucristo a través —se puede decir— del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo, la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».
A este ritmo de la vida humana se adapta perfectamente el Rosario; cuando aparecen evidentes nuestras miserias: «Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...» Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día. Y te aconsejé, seguro, que redaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarias que purifica la monotonía de tus pecados!
El Rosario es eficacísimo para los que emplean como arma la inteligencia y el estudio. Porque esa aparente monotonía de niños con su Madre, al implorar a Nuestra Señora, va destruyendo todo germen de vanagloria y de orgullo.

El vivir diario, con sus victorias y derrotas, podría parecer vulgar y monótono, pero no lo es si el Amor lo vivifica desde dentro; más todavía, hace que el compás de la existencia humana sea como un eco de la eterna armonía del cielo. Santo Rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.
—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela.

Además del Rosario, hay tantas y tan buenas devociones marianas que los cristianos han vivido a lo largo de la historia. En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana —precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad.
Hay muchas otras devociones marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano —crecer en vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones—, pero debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María
. El Angelus, las romerías, el escapulario del Carmen, breves oraciones jaculatorias..., tantas costumbres, antiguas o nuevas, pero vividas con un mismo espíritu de amor porque «Ella debe ser amada —dice San Buenaventura— más que nadie después de la Suma Trinidad y de su divino Hijo Jesucristo».
Hemos de tener un convencimiento claro: Hay que amar a la Santísima Virgen: ¡nunca la amaremos bastante!
—¡Quiérela mucho! —Que no te baste con colocar imágenes suyas, y saludarlas, y decir jaculatorias, sino que sepas ofrecer —en tu vida llena de reciedumbre— algún pequeño sacrificio cada día, para manifestarle tu amor, y el que queremos que le profese la humanidad entera.

Así nos esforzamos por vivir en su cercanía en esta tierra, pidiéndole que sea nuestro amor fiel hasta el final, como tanto le han insistido siempre sus hijos: «Haz que este siervo tuyo —le pide San Anselmo de Canterbury— sea guardado hasta el fin bajo tu protección»; y el Beato Guerrico d'Igny ruega también: «Ya que vivimos por la ayuda de la Madre del Altísimo, muramos bajo su protección, como bajo la sombra de sus alas; reposaremos después en compañía de su gloria, como en su seno».
Es, sencillamente, alegrar a nuestra Madre la Virgen con nuestro cariño: Que no nos importe repetirle durante el día —con el corazón, sin necesidad de palabras— pequeñas oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en la Letanías que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas, diciéndole lo que —por un santo pudor que Ella entiende y aprueba —no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta.
Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.
Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo.
Ése, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y constante.