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MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
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Me llamo Nicodemo, soy doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín. He cumplido muchos años, los necesarios para hacer balance de mi vida y sentirme satisfecho.
Esto pensaba hace solo unos meses. Hoy reniego de todos mis privilegios. Con gusto abandonaría el Sanedrín y rechazaría ese tratamiento solemne de «Rabboni» con el que me saludan los más ilustres escribas en Jerusalén. Ahora soy solo un viejo que ha vuelto a nacer, busca la verdad con pasión de adolescente y cree haberla encontrado en un hombre que está muriendo en la cruz.
Fui a verlo una noche. Me recibió con afecto y en pocos minutos desmontó, una por una, mis convicciones más arraigadas. Me habló de un nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu y me abrió los ojos para que entendiera las Escrituras con una luz deslumbradora.
Ayer el Sanedrín lo juzgó y pidió su condena a muerte. Yo no fui convocado. Se reunieron por la noche como los delincuentes contraviniendo las disposiciones de la Torah y se abajaron hasta el punto de entregar en manos de los gentiles a un santo de nuestra raza. Yo sabía que Caifás es cobarde; ahora veo que también es impío y traidor.
Nunca me había acercado a un crucificado; pero hoy tenía que estar aquí, en el Gólgota. Necesitaba conocer la verdad con todas sus consecuencias mirando a los ojos del Maestro. Si esa verdad me llevara a la muerte, también yo moriría con el Nazareno.
Hace unos segundos, desde esta cátedra sangrante de la cruz, ha gritado las primeras palabras del Salmo: -Eli. Eli, lama sabachtani.
Si lo han oído los sacerdotes del templo, habrán temblado, como yo mismo. Jesús recitaba un canto que siempre habíamos interpretado como el lamento por las tribulaciones del pueblo de Israel. Nos equivocábamos: es el Mesías que describe su propia muerte en la Cruz y su triunfo final, que alcanzará a todas las naciones.
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso. (...)
Soy un gusano, no un hombre; la gente me escarnece y el pueblo me desprecia; los que me ven, se burlan de mí, hacen una mueca y mueven la cabeza diciendo: «Confió en el Señor, que él lo libre; que lo salve, si lo quiere tanto». (...)
Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo, se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica. (...)
Todos los que duermen en el sepulcro se postrarán en su presencia; todos los que bajaron a la tierra doblarán la rodilla ante él, y los que no tienen vida glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura, anunciarán su justicia a los que nacerán después, porque esta es la obra del Señor.
Yo, Nicodemo, doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín que ha rechazado al Cristo, doblo mi rodilla ante la Cruz de mi único Rabbí.