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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
NO SE AIRE Y CAIGAIS EN LA RUINA, PUES SE INFLAMA PRONTO SU IRA
La parábola de la cizaña explicada por Jesús continúa: «... Los segadores son los ángeles, y así como se recoge la cizaña y se quema en el fuego, así sucederá al fin del mundo: enviará el Hijo del hombre a sus ángeles y quitarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí será el llanto y el crujir de dientes. Al mismo tiempo, los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos para entenderlo, entienda».
Escuchamos también la voz de Pablo VI en la alocución del 4 de enero de 1966: «Ya estáis en camino, es preciso avanzar con paso más seguro, con espíritu más alegre. La Iglesia os alienta, el mundo os espera y el prodigio es posible si advertís que, en un determinado momento, el diálogo que entabláis con la Iglesia se convierte, como decíamos, en una invitación, o mejor, en una vocación... Bajo la voz del interlocutor humano, misteriosamente, hay otra voz que, si se escucha, ejerce una fuerza irresistible. Escuchad con qué palabras solemnes, delicadas, termina el decreto conciliar que más directamente os atañe: "El sacrosanto Concilio conjura en el Señor a todos los laicos a que respondan a la voz de Cristo, que esta hora les invita insistentemente y a la inspiración del Espíritu Santo, gustosamente, con generosidad y corazón amplio"».
Aceptamos con alegría y responsabilidad esta vocación; ya no podemos decir que no sabemos lo que se espera de nosotros. Esta confianza que la Iglesia ha puesto en los laicos nos ayuda a responder prontamente. El tiempo que se nos concede para esta misión no sabemos si es mucho o poco; pero estamos convencidos de que es el que necesitamos cada uno, y la prudencia aconseja que estemos vigilantes para no «caer en la ruina».
Es una vigilancia valiente para saber detectar los peligros y aprovechar las ocasiones. El buscador de agua va siempre con la ilusión de encontrarla en cualquier terreno, a mayor o menor profundidad. Esto no le desalienta.
Con paso seguro y espíritu alegre vamos a conseguir que la buena doctrina arraigue en el mundo. No nos importa si el trabajo es arduo y si tenemos que esperar tiempo para que fructifique. Respondemos a la luz de Cristo unidos a lo que nos enseña la Iglesia. No como una orden que hay que cumplir, sino con ese cariño y delicadeza por nuestra parte, de amar esas enseñanzas verdaderas que tienen el valor de que vienen del mismo Cristo.
«¡Ay de mí si no predico el Evangelio!», decía San Pablo a los Corintios, y ¡ay de nosotros si abandonamos esta tarea que, con la ayuda del Espíritu Santo, nos ha sido encomendada!
La delicadeza al tratar la buena doctrina nos va a llevar a librarla de toda maleza, de aquellas raíces de cizaña que quieren crecer al lado de ella, y por eso detectaremos en seguida lo que nos pueda alejar de Dios.
Es un terreno en el que no se puede jugar con fuego, si conocemos dónde crece la cizaña; sería torpe por nuestra parte querer sembrar en el mismo sitio sin arrancar antes las raíces del mal o del error.
El mejor modo de vivir este mandato es hacerlo primero nuestro, para luego poder enseñar lo que vivimos.
«No habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles. No habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida. No habéis tomado a la descarriada ni buscado a la perdida». Es duro este párrafo de Ezequiel, dirigido a los pastores de Israel, y nos puede servir de pauta en estos momentos en los que estamos en disposición de ayudar a los demás. Nos tiene que preocupar su fortaleza y procuraremos darles lo que necesiten para hacer suya la buena doctrina, que vean con claridad que no se puede pactar a medias con Dios. Me dejo llevar por esta lectura o por estos principios, que sé me pueden dañar. Lo que no hacemos en lo humano, sin querer, podemos realizarlo en lo sobrenatural. ¿Quién se aventurará a vivir en un pabellón médico, lleno de enfermos que padecen enfermedades contagiosas? Todos se cuidan muy bien de cumplir las reglas de entrada, salida y desinfección por temor a contraer la misma enfermedad.
Del mismo modo, necesitamos esos cuidados especiales para no ceder terreno en cosas muy pequeñas que, poco a poco, minan la salud espiritual.
Para nosotros son motivo de preocupación los alejados de Dios, los que padecen alguna enfermedad o los que se pierden. No queremos que «el rebaño ande disperso por toda la superficie de la tierra sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca». Tenemos un buen pastor, un guía que nos conduce a todos al verdadero rebaño. Quedó escrito: «Yo soy el buen pastor, voy delante de mis ovejas y mis ovejas me siguen porque conocen mi voz». El Papa, que continua en la tierra el mandato de Cristo, nos pide que arraigue en nosotros este sentido cristiano de no desvirtuar lo que nos han legado.
Desea que vivamos la libertad responsable y obediente, libertad que nos hace desandar el camino andado gustosamente para abrazar la buena doctrina. La desobediencia nos conduce a un reino donde no vamos a hallar la paz. «Hay quien piensa que es meritorio afrontar el riesgo de la desobediencia liberadora, y que es un juego laudable poner a la autoridad frente al hecho consumado. Y no faltan personas de ingenio que, quizá sin decirlo abiertamente, se engañan pensando que se puede ser excelente, o al menos suficientemente católico, reivindicando para sí una absoluta autonomía de pensamiento y de acción, sustrayéndose a cualquier relación positiva, no sólo de subordinación, sino incluso de respeto y unión con quien en la Iglesia reviste una función de responsabilidad y dirección».
Como autoridad legítima, el Papa representa a Cristo en la tierra y nos sigue marcando el camino. Las normas y las directrices son señaladas siempre con esa oportunidad que va de acuerdo con el modo de ser y de expresarse del hombre en los distintos tiempos. Por eso, alejarse, desoír los consejos o cubrirlos de una niebla espesa, de modo deliberado, es, indudablemente, contrariar la voluntad de Dios, es fabricar la doctrina a nuestro gusto. De aquí la importancia de estar vigilantes para que, cuando llegue el momento de someternos a la obediencia, desaparezca la prevención y todo lo que sea interpretación o diálogo negativo —porque es parte de la no creencia— y supone falta de unidad con el Pastor, con la cabeza. «Ya supone una arrogancia desmesurada juzgar que el Papa se equivoca, y ellos no; pero olvidan además que el Romano Pontífice no es sólo doctor —infalible cuando lo dice expresamente—, sino que, además, es el Supremo Legislador».
Nos puede ayudar en la lucha la recta intención de desear llegar hasta la verdad, preguntando abiertamente lo que no conocemos. No contentarse con una primera explicación, que no nos da toda la dimensión de lo que queremos saber, sino intentar también conocer las obras que dan prueba de que aquello es realmente verdad.
Un medio fácil de «caer en la ruina» del espíritu es ser ingenuos y creernos todo lo que se dice porque sea nuevo. No sirve, en este caso, aquel refrán: «Cuando el río suena, agua lleva», porque se puede haber canalizado artificialmente el río para que suene. Si Jesús nos dijo: «Yo soy la puerta de las ovejas», todo lo que no sea El, aunque digan, cuenten, escriban, no son más que «ladrones y salteadores. El ladrón no viene más que a matar y a destruir, y yo he venido —dice el Señor— para que tengan vida y la tengan en abundancia».
El buen Pastor da la vida por sus ovejas. ¿Qué más queremos para saber encontrarle? Pero sabemos que también existe el asalariado, el que no es pastor, que, en cuanto ve venir al lobo, abandona las ovejas porque no son suyas.
Hemos comprendido que la prudente vigilancia nos hará distinguir al buen Pastor, porque lo que deseamos es tener y comunicar esa vida sobreabundante de la que nos habla Cristo.