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26 octubre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Y el rey David, que experimentó como nadie la realidad del pecado y la soledad de la culpa, gemía mientras las tinieblas se posaban en la tierra:
Estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama (Sal 6, 7).
Pero el texto que con mayor crudeza describe la primera noche de nuestros padres lo hallamos en el libro de la Sabiduría. En él se nos revela en todo su horror el azote del pecado sobre las horas nocturnas. Al contemplar, en sus líneas, la experiencia de la noche para el pueblo opresor de Egipto, cuando el ángel exterminador hizo presa en sus hijos y sus ganados, estamos contemplando de forma misteriosa todo el espanto de las sombras vividas desde el pecado. Egipto somos cada uno de nosotros cuando nos entregamos al mal, y ese primer Egipto fue la Tierra esclavizada por Satán tras el pecado de nuestros primeros padres. La noche de los egipcios, que ahora transcribo, no era sino un eco de aquellas primeras horas terribles pasadas por Adán y Eva a solas con el Maligno. La cita es larga, pero no me atrevo a quitar una sola línea, porque cada una de ellas, leída desde la oscuridad de esta primera noche, cobra un valor expresivo que hace estremecer:
Se encontraron prisioneros de tinieblas, en larga noche trabados, recluidos en sus casas, desterrados de la Providencia eterna.
Creían que se mantendrían ocultos con sus secretos pecados bajo el oscuro velo del olvido; y se vieron dispersos, presa de terrible espanto, sobresaltados por apariciones.
Pues ni el escondrijo que les protegía les libraba del miedo; que también allí resonaban ruidos escalofriantes y se aparecían espectros sombríos de lúgubre aspecto.
No había fuego intenso capaz de alumbrarles, ni las brillantes llamas de las estrellas alcanzaban a esclarecer aquella odiosa noche.
Tan sólo una llamarada, por sí misma encendida, se dejaba entrever sembrando el terror; pues en su espanto, al desaparecer la visión, imaginaban más horrible aún lo que acababan de ver.
Los artificios de la magia resultaron ineficaces; con gran afrenta quedó refutado su pretendido saber, pues los que prometían expulsar miedos y sobresaltos de las almas enloquecidas, enloquecían ellos mismos con ridículos temores.
Incluso cuando otro espanto no les atemorizara, sobresaltados por el paso de los bichos y el silbido de los reptiles, se morían de miedo, y rehusaban mirar aquel aire que de ninguna manera podían evitar.
Cobarde es, en efecto, la maldad y ella a sí misma se condena; acosada por la conciencia imagina siempre lo peor; pues no es otra cosa el miedo sino el abandono del apoyo que presta la reflexión; y cuanto menos se cuenta con los recursos interiores, tanto mayor parece la desconocida causa que produce el tormento.
Durante aquella noche verdaderamente inerte, surgida de las profundidades del inerte Hades, en un mismo sueño sepultados, al invadirles un miedo repentino e inesperado, se vieron, de un lado, perseguidos de espectrales apariciones y, de otro, paralizados por el abandono de su alma.
De este modo, cualquiera que en tal situación cayera, quedaba encarcelado, encerrado en aquella prisión sin hierros; ya fuera labrador o pastor, o bien un obrero dedicado en la soledad a su trabajo, sorprendido, soportaba la ineludible necesidad, atados todos como estaban por una misma cadena de tinieblas.
El silbido del viento, el melodioso canto de las aves en la enramada, el ruido regulado del agua que corría s impetuosa, el horrísono fragor de rocas que caían de las alturas, la invisible carrera de animales que saltando pasaban, el rugido de las fieras más salvajes, el eco que devolvían las oquedades de las montañas, todo les aterrorizaba y les dejaba paralizados (Sab 17, 3-18).

Fue la hora de la brisa el inicio de aquella experiencia estremecedora. El mismo soplo de aire que hasta entonces había sido caricia y refrigerio del Creador, anuncio de su presencia, en vela permanente junto al hombre, por vez primera les infundió miedo, y fue más bien preludio de tinieblas. Todo se les había vuelto extraño. Aquella tierra ya no era la casa de su Padre, porque el ser humano, desde el momento de su pecado, había quedado convertido en huérfano y extranjero. Por eso, al escuchar el sonido de los pasos de Yahweh, los mismos hombres que a diario conversaban cara a cara con su Dios como conversa un hijo con su padre se ocultaron al igual que el ladrón sorprendido en una finca ajena.
Queriendo ser como Dios, Adán y Eva lo habían perdido todo, porque su más preciada joya era, precisamente, la obediencia, aquella obediencia filial que hacía que el Hombre y Yahweh fueran uno, convirtiendo la casa del Creador en hogar para la criatura. Al querer poseer la Creación, ésta dejó de ser familiar y se volvió extraña. Dios, que había sido hasta entonces Padre y Amigo, tras la terrible ruptura se convirtió en Dueño, Juez y Guardián. Y Adán y Eva, aun antes que su hijo Caín, pasaron a ser fugitivos. De este modo, la conversación con que cada atardecer se deleitaban Creador y criatura en presencia de los ángeles quedó truncada. Durante miles y miles de años, los rostros de estos dos paseantes del ocaso sólo con violencia y raras veces volverán a estar frente a frente.