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25 octubre 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

El Señor nos entrega a su Madre
El Evangelista San Juan está junto a Jesús: Estoy persuadido de que Juan, el Apóstol joven, permanece al lado de Cristo en la Cruz, porque la Madre lo arrastra: ¡tanto puede el Amor de Nuestra Señora!
Permanece allí San Juan, y acontece un hecho que está íntimamente vinculado a la Anunciación: la Virgen, al decir que sí a los planes divinos de salvación y encarnarse en Ella el Verbo, fue Madre de Dios y Madre espiritual de todos los hombres; ahora, en la Pasión, Cristo proclama esa verdad. Y el Espíritu Santo dispuso que quedase escrito, para que constase por todas las generaciones: «Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Habiendo mirado, pues, Jesús a su madre, y al discípulo que él amaba, que estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después, dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto el discípulo la tuvo por Madre».
Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole «que se manifieste como nuestra Madre.

Se desveló entonces una realidad trascendental en nuestra existencia, que nos vincula estrechamente con la Virgen: Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: «he aquí a tu Madre». Y nosotros la recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la antigua profecía: «y una espada traspasará tu alma». Todos somos sus hijos; ella es Madre de la humanidad entera.
Cristo, desde la Cruz, proclamó la Maternidad espiritual de su Madre en la persona del discípulo amado; «según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo designó en la persona de Juan a todo el género humano, y más especialmente a aquellos hombres que habrían de estar ligados con Él por los lazos de la fe».
Así le reza a la Virgen San Eadmero de Canterbury: «Oh Señora, si tu Hijo se ha hecho por ti Herman o nuestro, ¿acaso no es verdad que tú por su medio te has hecho Madre nuestra? Él, en efecto, mientras estaba muriendo por nosotros dijo a Juan, a Juan ciertamente como a hombre, que no era de naturaleza distinta a nosotros: He aquí a tu madre. ¡Oh pecador, alégrate y exulta! Todo el juicio que se te haga dependerá de la sentencia de tu Herman o y de tu Madre».
La Pasión de Jesús, como toda la vida del Señor, nos afecta muy directamente a cada uno de nosotros. Hemos de considerar la escena, sabiendo que la entrega de Cristo —y la de su Madre— tiene como fin la salvación de todos los hombres, y, a la vez, la salvación nuestra en particular. La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú.
La aceptación por parte de Santa María a ser Madre nuestra en la Encarnación del Verbo y su consumación en el Calvario, manifiesta su gran amor a Cristo y a cada uno de nosotros: un amor único que late en su corazón. De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: «las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento hasta los menores detalles —«no tienen vino»—, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Ésa es la fuerza del amor.
La Cruz de Cristo es su victoria, «la Cruz de Cristo —dice San Andrés de Creta— es su gloria y su exaltación, ya que dice: Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a mí a todos los hombres». Para extender el cristianismo en el mundo, los hijos de la Iglesia hemos de estar junto al Crucificado. Que no le dejemos solo, que surja en nuestro pecho un deseo ardiente de estar con Él, junto a la Cruz; que crezca nuestro clamor al Padre, Dios misericordioso, para que devuelva la paz al mundo, la paz a la Iglesia, la paz a las conciencias.
Si nos comportamos así, encontraremos —junto a la Cruz— a María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra. De su mano bendita llegaremos a Jesús y, por Él, al Padre, en el Espíritu Santo.