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MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
José de Arimatea
No es verdad que sea pariente de Jesús ni su tutor. Se han escrito muchos disparates sobre mí tal vez porque los Evangelios solo indican que fui rico e influyente; tanto como para tener acceso inmediato al Procurador de Roma y exigirle el cadáver de Jesús.
Dicen también que fui discípulo oculto del Maestro. Es cierto; pero debo aclarar que no me ocultaba por cobardía: el mismo Jesús me pidió que volviera a casa, con mi familia, cuando le dije que estaba dispuesto a seguirle, a dar la cara por El y a procurarle todo lo necesario para su misión en la tierra.
-Las zorras tienen guaridas -me respondió- y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
Y, tras añadir que su Padre del Cielo lo quería así, dijo en voz baja, casi al oído:
-No temas. Un día te pediré que seas el más valiente de todos.
Nunca sospeché que ese día estaba tan cercano y que iba a ser tan duro.
No supe nada del proceso a Jesús ni de su condena a muerte hasta la hora sexta del viernes. Acababa de regresar de un largo viaje por el norte y, al entrar en Jerusalén, me informaron de la terrible noticia.
Fui al Pretorio a toda prisa. Pilato, como una fiera enjaulada, caminaba a grandes pasos por la estancia principal dando voces a su esposa Claudia, que lloraba en un rincón.
Me planté ante Poncio y le miré a los ojos con ira.
-¡Tenía que hacerlo! -respondió como disculpándose, antes de que le preguntase nada.
Entonces le pedí su cuerpo para embalsamarlo según nuestras costumbres y darle sepultura en un sepulcro de mi propiedad.
-He dispuesto que vaya a la fosa común para evitar que sus secuaces organicen alborotos en torno a la tumba.
-Según la ley romana -le recordé-, los cuerpos de los ajusticiados pueden entregarse a quien los pida para enterrarlos.
-¿Y qué te hace suponer que te concederé esa gracia? Yo soy la ley en Judea.
-Sí, pero no te sientes capaz de mirarme a los ojos.
Salí del Pretorio a la hora de nona con el permiso concedido, cuando ya había muerto el Señor. Pedí a uno de mis siervos que comprara una sábana y llegué al Gólgota en el momento en que los soldados descolgaban de la cruz el cadáver de Jesús. Juan, Pedro, Andrés y Santiago lo sostuvieron en brazos unos segundos y lo pusieron sobre las rodillas de María. Nicodemo, un anciano doctor de la ley y miembro ilustre del Sanedrín, se
acercó con un grupo de mujeres.
El siroco del desierto había nublado el sol. Era una noche prematura, como un anuncio del sabbath que estaba a punto de llegar. Ungimos deprisa y entre lágrimas el cuerpo del Maestro.
Solo María estaba serena. Me llamó «hijo» y me besó, agradecida, cuando terminamos la tarea. La piedra del sepulcro resonó como un trueno al cerrar la entrada.