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Una costumbre cristiana: Las comuniones espirituales. José Manuel Iglesias. Edic. Palabra, Madrid, Folletos MC, nº 338
La fuerza del deseo
La Sagrada Comunión es sumamente conveniente y hasta necesaria, aun para aquellos que no tienen la posibilidad práctica de recibirla sacramentalmente: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros». Nos llenamos de vida a través de la Eucaristía. Los demás sacramentos al dar la gracia hacen de algún modo presente a la Eucaristía.
La teología cristiana trata del deseo de la Eucaristía cuando explica cómo se puede hacer presente en los otros sacramentos.
La comunión espiritual exige manifestar -interior o exteriormente- el deseo explícito de recibir la Eucaristía. No todo deseo o propósito de querer este Sacramento llega a ser una comunión espiritual.
Puede ayudarnos a entender esto unas consideraciones que el Doctor Angélico hace respecto a los Angeles: «Ellos se alimentan espiritualmente de Cristo. Están unidos a El -en su Persona natural- por el Amor y por la visión beatífica. En este sentido Cristo es también el Pan vivo que alimenta a los Angeles; y para lo mismo nos espera a nosotros en el cielo. Pero los Angeles no pueden alimentarse espiritualmente de la Eucaristía. La razón es que les faIta la posibilidad de recibirla sacramentalmente, por lo que -en sentido propio- los Angeles no pueden hacer comuniones espirituales... Ya se sacian plenamente de Dios, y no necesitan recibir a Cristo en tanto está presente en las especies sacramentales. No necesitan de este Mysterium fidei -el gran Sacramento de nuestra fe-, que es viático: alimento para el que va de camino...».
La posibilidad de alimentarse con la Eucaristía es algo primordial para la práctica de este ejercicio eucarístico. Para eso ha sido instituida: para alimentar, para ser comida espiritual, Pan del alma...
El valor y la tuerza del deseo aparecen de continuo en la Revelación. El deseo del Mesías aletea en todo el Antiguo Testamento: se espera la Salvación de Dios, que paulatinamente conduce a su Pueblo hacia el Mesías. Así, mediante este deseo, «se hace más vehemente el querer de que venga»... Amós profetiza de algún modo a Cristo como alimento: «Días vendrán en que enviaré hambre sobre la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino hambre del Verbo de Dios». Hambre y sed del Señor que ya hacía clamar al Rey David: «Como tierra reseca, sedienta, está mi alma del Dios vivo». Es la vehemencia del deseo que se expresa a menudo por la sed. Y comida que ya fue barruntada por Job cuando exclamó: ¡Quién nos diera que pudiéramos hartarnos de su carne...!». Y al profeta Daniel se le llama a servir y entregarse a Dios por ser «Varón de deseos»...
Y cuando llega Jesucristo y nos llama: «¡Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba!», está parafraseando la antigua Escritura: "Venid a Mí todos los que estáis presos de mi amor, y saciaos...». Amor que embargaba al apóstol Pablo cuando anhelaba: «¡Deseo verme libre de las ligaduras de la carne y vivir en compañía de Jesucristo!».
Este tener deseos de apropiarnos de Jesucristo, Vida nuestra, y permanecer unido a El, es adaptar nuestro corazón al suyo... Corazón que tan ardientemente deseó dársenos en comida: «He deseado vehementemente comer esta Pascua con vosotros».
Revelación escrita que se cierra -precisamente- en el deseo de tener plenamente a Jesucristo, siendo el mismo Espíritu Santo, que inspira toda la Sagrada Escritura, quien nos lo suscita: ¡Ven, Señor, Jesús!
Anhelo central de toda la Iglesia que se realizará -en particular- cuando nos encontramos con El en el momento de nuestra muerte, o -universalmente- cuando Jesucristo vuelva en la Parusía final. Mientras tanto, es sumamente necesario alimentarnos de la Eucaristía, desearla amorosamente para alcanzar mayor unión con El, cada vez más intensa, sabiendo -como expresó San Agustín- que la medida del amor a Dios es amarle sin medida: pues el verdadero amor nunca se sacia ni piensa que ya es bastante... como dice un antiguo himno litúrgico:
Los que te comen tienen todavía hambre, / los que te beben tienen todavía sed, / no saben desear otra cosa / sino a Jesucristo, a quien aman.