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19 octubre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

A LA HORA DE LA BRISA
Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran (Lc 24, 15-16).
Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahweh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahweh Dios por entre los árboles del jardín (Gn 3, 8).
La noche y el alba
Antes que sople la brisa del día y se huyan las sombras, vuelve; sé semejante, amado mío, a una gacela o aun joven cervatillo por los montes de Béter (Ct 2, 17).
En la maravillosa cosmología que late en cada página de la Biblia, la hora de la brisa llega con el atardecer. Hay un drama sublime tras cada puesta de sol, y, de acuerdo con esta visión sagrada de la realidad, las sombras que se han ido alargando desde el mediodía, huyen definitivamente y son barridas de la superficie de la tierra por esa brisa tersa que acompaña el descanso del Astro Rey.
Ésa era la hora, según el relato del Génesis, elegida por Yahweh Dios para pasear diariamente por el jardín de Edén. Fiel al orden establecido por Él mismo, y puntual siempre a su cita con la obra de sus manos, recorría victorioso y sereno la Creación cada tarde, como quien releva al sol cansado de su guardia. A esa hora encontró a nuestros primeros padres, poco después de su pecado.
Aquel día, la brisa del ocaso fue una terrible mensajera. Trajo el anuncio de la primera noche sin Dios, y, a la vez que acariciaba la superficie de la tierra, pareció barrer de ella todo signo de dicha. Fue la brisa de aquel día un heraldo infortunado, preludio de unas sombras que cubrirían el orbe durante miles y miles de años.
Tras comer el fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, la oscuridad cayó sobre nuestros padres y sobre la Creación entera, entregada por el ser humano al poder del Príncipe de las tinieblas. El hombre, por vez primera, iba a realizar la experiencia de pasar la noche sin Dios, y, con toda seguridad, sintió miedo. ¿Cómo no iba a sentir pavor ante las sombras quien ya había sufrido la turbación de la desnudez? Se aproximaba una noche terrible, gélida, pavorosa. Quienes, por desgracia, nos hemos familiarizado con la ausencia de Dios, no podremos jamás entender lo que supuso aquella experiencia para quien nunca había roto anteriormente la comunión con su Creador. Hasta ese día, el paso por la oscuridad había sido para el ser humano una caricia de Yahweh, quien, mandando callar a su obra, acurrucaba al hombre suavemente en el sueño mientras velaba a su lado. Pero, aquella noche, por vez primera, Yahweh Dios no estaría allí, para reemplazar al sol en guardia; Adán y Eva habían quedado solos y entregados al Satán, el cual se apresuraría a tomar posesión inmediata de su reino de tinieblas. ¡Qué noche tan terrible! Entonces nacieron los fantasmas, las pesadillas, la angustia, el pánico y el insomnio. Aquella brisa de la tarde acompañó a un ocaso convertido en mensajero y anuncio de la muerte, y así ha sido desde entonces.
No quiero pasar de largo ante estos fantasmas, porque, en la mañana de Resurrección, al entrar en contacto con la claridad del nuevo día, la noche desplegará brutalmente todos sus terrores, y los discípulos del Señor, antes de pasar de las tinieblas a la luz, volverán a sentir aquel escalofrío de muerte que recorrió a nuestros primeros padres. Pero tiempo habrá de presenciar el despertar de unas almas postergadas durante siglos y siglos en las sombras. Volvamos ahora a aquella primera experiencia del ocaso como un látigo de soledad terrible. Hemos de acudir para ello a las palabras de la Escritura. En ellas, Job, una de las más sufridas víctimas del espanto nocturno, como si le hubiera sido concedido retroceder misteriosamente el largo camino andado, y contemplar a Adán y Eva en aquellas horas de pavor, exclamará:
Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. Calados por el turbión de las montañas, faltos de abrigo, se pegan a la roca. Al huérfano se le arranca del pecho, se toma en prenda al niño del pobre (Jb 24, 7-9).