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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Junto a Jesús crucificado
Ya está Jesús clavado en la Cruz por nuestros pecados, ofreciéndose a sí mismo inmaculado a Dios. Junto a Él, la Virgen Santísima. A su lado, cada uno puede adentrarse en este misterio del amor de Cristo que nos concierne tan directamente, pues está ahí por nuestros pecados. «El que quiera venerar la Pasión del Señor —dice San León Magno— debe contemplar de tal modo a Jesús crucificado que reconozca su propia carne en la carne de Jesús».
El amor de la Virgen está unido a su fe; ante Cristo que muere en la Cruz, Ella ama y cree. Así lo expone Juan Pablo II: «Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. Despreciable y desecho de hombre, varón de dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta. ¡Cuán grande, cuán heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los insondables designios de Dios! ¡Cómo se abandona en Dios sin reservas, prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad a aquel cuyos caminos son inescrutables!
Al revivir estas verdades es más sencillo adentrarse en el misterio de la Pasión, teniendo en cuenta que el trono de María, como el de su Hijo, es la Cruz.
Cristo en la Cruz es el Sacerdote de su propia oblación como Víctima, y su Madre interviene en ese sacrificio no sólo al unirse amorosamente a su Hijo y padecer con Jesús, sino también con alma sacerdotal, ofreciendo a Dios Padre su Hijo y ofreciéndose a sí misma con el Señor.
Santa María, al ser predestinada a la Maternidad de Cristo redentor, también lo era a la donación de la Víctima salvadora. Al decir el fíat, el sí de la Anunciación, aceptó el destino de Jesús y la inmolación de su Hijo y la suya propia. Esa entrega fue aumentando durante el transcurso de la vida, y al llegar la hora no sólo se da una unión materna al sufrir de Jesucristo, sino que además la Virgen une su propio holocausto al de su Hijo, para que así todos naciéramos a la vida de hijos de Dios e hijos suyos.
La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.
Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: «de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo». Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.
La Virgen, junto a la Cruz, ofrece libremente la vida de su Hijo a Dios Padre. Al contemplar el dolor de María, de la Hija predilecta del Padre, se descubre la riqueza del sacrificio generoso, y aunque todo sean todavía tinieblas en el alma de un cristiano doliente, ya se barrunta la luz, y se acrecienta la esperanza, y con ella la fe y la caridad, pues se valora con mayor realismo la seguridad de que Dios nos ama y que Él sabe lo que nos conviene para nuestro bien. Explica San Juan Crisóstomo: «Dios, amador de los hombres, mezcla trabajos y dulzuras, estilo que El sigue con todos sus santos. Ni los peligros, ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va Él entretejiendo la vida de los justos».
¿Cómo se realiza ese acto de identificación con la voluntad divina en el corazón de nuestra Madre? Lo mismo que en la Encarnación: orando a Dios Padre. Contemplemos ahora a su Madre bendita. Madre nuestra también. En el Calvario, junto al patíbulo, reza. No es una actitud nueva de María. Así se ha conducido siempre, cumpliendo sus deberes, ocupándose de su hogar. Mientras estaba en las cosas de la tierra, permanecía pendiente de Dios. Cristo, perfectus Deus, perfectus homo, quiso que también su Madre, la criatura más excelsa, la llena de gracia, nos confirmase en ese afán de elevar siempre la mirada al amor divino.
La oración, la visión sobrenatural, ha de dominar nuestra vida entera, para ver en todo lo que nos sucede la mano amorosa de Dios. Cuando se presenten dificultades internas o externas —el dolor en sus innumerables formas—, al llevarlas a la meditación con el Señor, Él nos enseñará a agradecer ese sufrimiento y ofrecerlo por el bien de las almas.
En el Gólgota la Madre de Dios ama en grado sumo: Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».
¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro.
De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo.
Fuerte como la muerte es el amor, dice el Cantar de los cantares, y de ese querer brota la fortaleza de la Virgen. La fortaleza del amor se manifiesta en la generosidad: hemos de dar la vida por Jesús: «Inmolemos cada día —dice San Gregorio Nacianceno— nuestra persona y toda nuestra actividad, imitemos la pasión de Cristo con nuestros propios padecimientos, honremos su sangre con nuestra propia sangre, subamos con denuedo a la Cruz». A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. —Perdamos el miedo a conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará. Una fidelidad heroica junto a la Cruz que es la natural consecuencia de la visión sobrenatural, de la fe con que la Virgen ha cumplido siempre los planes de Dios. Además de la plenitud de gracia en la Virgen, hay que considerar que la Esposa de Dios Espíritu Santo recibió del Paráclito gracias especiales en esa hora de tremendo sufrir, a las que Ella correspondió con fidelidad.
«¡Cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma —exclama Juan Pablo II—, cuán penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza! Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento».
Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza.
—Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas estar también junto a la Cruz.