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17 octubre 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz

¡Misión cumplida!
Desde hace más de quince años sirvo al César con las armas, y muy pronto me llegará la hora del retiro. He combatido cientos de batallas en la (dalia, en África, en las tierras frías del Norte y en Oriente. Mi cuerpo está lleno de cicatrices, y sé que ya no tengo el vigor ni el coraje de mi juventud. Durante este tiempo he oído gritar en todas las lenguas y todos los acentos. Gritos de horror y de muerte; gritos de angustia y soledad; gritos de súplica, de rabia, de odio... También gritos de triunfo. Yo mismo he alzado la voz muchas veces con orgullo al
terminar una campaña:
-Consumatum est! ¡Misión cumplida!
Esta tarde he vuelto a oír ese grito en labios del Nazareno. Estaba a punto de morir. Derrotado en su cruz, solo y abandonado por todos. No entiendo cómo ha podido salir una voz tan poderosa y profunda de un pecho consumido y sin aliento.
Los soldados de la guardia nos hemos puesto en pie. No necesitábamos conocer la lengua de los judíos para entender el sentido de aquel grito: no era el gemido de un agonizante ni el lamento de un reo; era el rugido del león que ha capturado su presa; el del luchador que ha derribado a su enemigo después de una dura pelea.
Entre un millar de voces, sé distinguir con toda nitidez el grito jubiloso de la victoria.

En tus manos...
Me encontraba a veinte o treinta metros de la cruz rodeado de una multitud abigarrada y sudorosa. Había amigos, discípulos de Jesús, curiosos, enfermos que aún esperaban curarse tocando el cuerpo del Señor, familiares llegados de Galilea, amigos y enemigos, soldados romanos, guardias del Templo... Algunos vociferaban insultos a los crucificados; otros lloraban a gritos o en silencio. Los soldados, que estaban allí para impedimos el paso, bebían, jugaban a los dados y contaban chistes groseros entre carcajadas desmedidas. Jesús ya no hablaba; había cerrado los ojos y tenía la cabeza caída de frente, hasta tocar el pecho con su barba. Alguien sugirió que había muerto.
Yo no podía creerlo; aún conservaba la esperanza de que hiciera su último y definitivo milagro bajando de la cruz en un alarde de poder y majestad. ¿No había caminado sobre las aguas encrespadas del Mar de Tiberíades? ¿No nos había llamado «hombres de poca fe» al vemos temblar de miedo? ¿Por qué no podía ocurrir lo mismo otra vez?
Lo había visto dormir en la popa de mi barca, rendido por el cansancio, y tuve que despertarlo a empellones para evitar que naufragáramos. ¿Debía hacer lo mismo ahora? ¿Tendría que correr hacia Él, abrazarme a sus piernas destrozadas y pedirle a gritos que nos salvara? ¿Acaso no comprendía el Maestro que su muerte sería nuestra propia muerte?
De pronto se levantó el siroco, el viento sucio del desierto que deja el cielo enlutado con crespones negros. Bajó bruscamente la temperatura y sentimos el escalofrío del miedo. Las mujeres, temerosas, se cubrieron el rostro y los pájaros carroñeros graznaron con más fuerza revoloteando sobre las cruces como si presintieran algo.
-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Las últimas palabras de Jesús se oyeron con toda claridad. Ningún moribundo es capaz de hablar con tanta potencia. Tal vez el Señor quería recordarnos aquello que le oímos en otro tiempo:
-Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo.
Pero allí, a pocos metros de la cruz de Jesús, no fui capaz de recordar las promesas del maestro. Jesús moría, y con Él morían todos nuestros sueños: el Reino de Dios, la restauración de Israel, la victoria sobre nuestros enemigos, la curación de las enfermedades, la resurrección de los muertos, la venida del Espíritu, el agua viva...
Poco tiempo antes, en la sinagoga de Cafamaúm Jesús había preguntado a los Doce si queríamos abandonar también nosotros. Yo salté como un resorte:
-¿A quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!
En la cima del Gólgota volví a preguntármelo: ahora que todo ha terminado, ¿a quién iremos?
María se dio la vuelta en ese instante y me vio. Estaba triste pero serena. Los soldados me permitieron acercarme a ella y comprobé que era imposible aguantar su mirada. Allá, en el fondo de sus ojos, se adivinaba la chispa divina de los ojos de su Hijo. Me sujetó del brazo. Ella temblaba como una hoja pero acercó sus labios a mi oído y me dijo en voz baja, como una caricia:
-Pedro, no tengas miedo. Tú eres la roca. Espera y confía.