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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
El don de piedad (2 de 2)
«Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi señor? Cien medidas de aceite. Toma tu recibo, siéntate y escribe cincuenta..."».
Es sagaz y rápido el mayordomo. Busca a todos los deudores y rebaja en la mitad la cuenta que deben a su amo.
¿Quién se puede considerar no deudor de Dios? Todos tenemos algo que mejorar. Es bien fácil: cargar sobre nosotros penas ajenas, tristezas, ocupaciones. Dar a los demás alegría, paz, serenidad, comprensión. No te preocupes, yo te entiendo. Esta frase tan sencilla, cuánto puede ayudar a los amigos recientes.
Sagacidad para rodearnos de cosas que nos puedan llevar al Señor. Construir un puente entre nosotros y Dios, y pasar por él con frecuencia. Que permanezca el recuerdo constante del Padre, que es el que nos ha confiado su herencia. Estar despiertos, no podemos permanecer tranquilos cuando sabemos que somos solamente administradores de una gran hacienda y que llegará el momento en que nos van a preguntar: «¿Qué oigo decir de tí?».
Esta vigilancia nos hará ir descubriendo, en las personas y en las cosas, a Dios: a veces nos llevará a desear su presencia y otras a actuar con el pensamiento para pedir o dar gracias por lo que hemos recibido. Todo consiste en mantener el aceite necesario para que, cuando llegue el Señor, podamos encender nuestras lámparas y entrar con El a las bodas.
«Instruido y culto»: no basta sólo tener fe; además, hay que conocer la doctrina. La piedad opera en nuestro corazón dándonos afecto filial para con Dios, y, al mismo tiempo, una preocupación por las personas y las cosas que pertenecen a Dios y nos ayuda a cumplir los deberes religiosos. El Espíritu Santo nos presenta a Dios como Padre bueno, además de como soberano y dueño: «No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!».
En el momento en que le aceptamos como Padre bueno, dejan de parecemos carga pesada los deberes para con El. No será entonces una piedad egoísta que busca el consuelo y la satisfacción personal, que busca emociones o sensaciones; será una piedad que se fundamenta en la doctrina y que tendrá como fin asemejarnos a Cristo: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros».
Para conocer de verdad nuestra doctrina no hay mejor medio que leer y hacer nuestro el Evangelio. Ningún libro puede ilustrarnos mejor que aquel que narra la vida de Cristo, escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo.
Lectura que va a seguir, paso a paso, la vida de Cristo en la tierra desde su nacimiento hasta su muerte. Son narraciones concisas, pero que dicen mucho y que nos invitan a profundizar en ellas.
Todo son enseñanzas para conformar nuestra vida a la suya, imitadores de Dios, como hijos suyos que somos.
Para llegar al trato íntimo con Dios hay que conocerle antes, y qué mejor manera que meditar todos los días, un corto espacio de tiempo, el Evangelio. Así amaremos lo que El ama y rechazaremos como nocivo lo que El reprueba. Será fácil ir conociendo sus gustos, lo que realmente le agrada; ir recogiendo sus enseñanzas sobre las distintas virtudes y buscar cómo resolvía situaciones difíciles, tentaciones o, simplemente, el ejercicio de cualquier virtud.
La situación es semejante a la de María en Betania. Sabemos que allí Jesús descansaba bien porque encontraba tres corazones dispuestos a escucharle y seguirle.
También nos puede ayudar una lectura espiritual bien dirigida, que incluya las obras de los pilares de la Iglesia, las enseñanzas de los Papas, todo lo que nos pueda dar un conocimiento amplio y profundo de nuestra doctrina.
Estar informados, instruidos en lo que amamos, porque es nuestro, y que en un momento determinado podríamos defender aclarando ideas o venciendo la ignorancia. Convencidos, como dice Pablo VI, de que estamos en la verdad y que esa verdad nos libera y nos lleva a la salvación eterna.