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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Dos espectadores decepcionados
Siempre que leo estas líneas del evangelio de Lucas se despierta en mi mente la misma imagen: Cleofás y su compañero se me antojan dos espectadores de un partido de fútbol finalizado con una derrota inesperada de su equipo. El partido ha terminado, y ellos regresan a sus hogares con el corazón cansado de emociones inútiles, comentando las jugadas y analizando el fracaso pormenorizadamente. He vivido varias veces esa escena, y en ocasiones la he protagonizado. Quien ha contemplado los noventa minutos de juego desde la grada, fumando un espléndido puro o degustando un generoso bocadillo, pero sin sudar una gota que no sea debida al calor o al trabajo muscular requerido por el ejercicio de garganta, finalizado el embate, cuando ya nada puede hacerse, se sienta imaginariamente en el banquillo del entrenador, y juzga el lance con una autoridad sorprendente. Si los aficionados al fútbol no nos conociéramos de sobra, cualquiera pensaría que todo habría terminado de diferente manera si, en lugar del entrenador o el preparador físico, hubiéramos estado cualquiera de nosotros. También podría decirse, oyendo estos comentarios, que es un despilfarro gastar dinero en árbitros incompetentes, cuando hay cincuenta mil personas en la grada absolutamente seguras de cómo debe dirigirse una contienda, a quienes los errores del colegiado les parecen los borrones de un niño que no sabe escribir. Es un juego estúpido, pero el derecho a jugarlo va incluido en el precio de la entrada, cuantioso de por sí, y nos lo permitimos de buena gana. Todo eso forma parte del privilegio de ser espectador.
Más grave sería si uno de los participantes del encuentro, viendo que su equipo está siendo salvajemente goleado, se retirara voluntariamente antes de finalizar el partido, y, despojándose de su uniforme, se vistiera como un espectador más, subiera a la grada y decidiera contemplar la derrota desde la distancia, participando en los improperios y reproches del público. Ésta es la situación de los dos discípulos, quienes ahora vuelven a su casa comentando un lance que parecen haber presenciado desde fuera. Han marcado una distancia en el momento clave, cuando la Cruz surgió en el horizonte, y han pasado a ser espectadores del drama de la Redención. Pero, en este caso, la situación era muy distinta, porque nadie que se sitúe ante la Cruz como espectador puede llegar a comprender el misterio de Vida que se encierra tras esa muerte redentora. Éste partido no puede verse desde la grada; sólo desde la Cruz se divisa el resultado final, porque sólo desde ese lugar elevado sobre la tierra puede contemplarse el nuevo campo al que se ha trasladado la contienda: el de la eternidad. Ésta es la razón por la que, a la misma hora, María Magdalena participa ya de la vida eterna y del triunfo final, mientras estos dos hinchas de preferencia vuelven a casa lamiéndose unas heridas que ni siquiera son suyas.
El hincha de preferencia de nuestros días se acomoda en el banco de la Iglesia. Escucha la Palabra de Dios, y muchas veces se relaja en el ambiente de silencio y oración. Tras escuchar las palabras del Evangelio o la predicación del sacerdote, admira la belleza de las palabras, pero cuando sale del templo su vida transcurre igual que antes. Ha estado en la iglesia como quien está en un museo, disfrutando de un sentimiento estético que apenas le compromete. Si escucha palabras duras pronunciadas desde el ambón, está pronto para pensar que se dirigen a la persona que se sienta junto a él, o para lamentar que tal o cual familiar no esté presente escuchando una reprimenda que le vendría muy bien, o para golpear suavemente con el codo a su cónyuge, pidiéndole que se aplique la lección impartida desde el púlpito. Puede leer o escuchar el relato de la Pasión y hasta emocionarse como se emociona con una película, pero jamás se da por aludido. El conjunto de vivencias y emociones que experimenta desde su butaca son las propias del espectador, no las del participante del drama. Sobre esta persona la Palabra de Dios se desliza como el agua sobre las piedras, sin llegar nunca a calar, porque un espectador es impermeable: su única ofrenda a la representación es la de quien mira sin involucrarse, lleno de admiración pero con pocos deseos de imitación.
Con más frecuencia de la deseada, he encontrado a padres de familia que traen a sus hijos a recibir el Bautismo o la catequesis, dejando claro que ellos no frecuentan los sacramentos. Desean que sus hijos reciban una formación cristiana, y les alientan para que lo hagan con seriedad. Mientras tanto, ellos se mantienen a distancia de aquellos bienes que juzgan buenos para sus hijos. Semejante actitud, bajo la luz que nos proporciona nuestra fe, supone situar al niño dentro del drama de la Redención, en medio de la batalla encarnizada que en el alma del cristiano se entabla entre Cristo y el Maligno, mientras ellos animan a su hijo, al catequista, y a los sacerdotes desde la grada de preferencia en que hace años se sentaron. En muchos casos, les bastaría recibir el sacramento de la Penitencia y reencontrarse con la Eucaristía y la oración para saltar al terreno de juego, y, una vez allí, tomar sobre los hombros al pequeño y luchar por él. Y, sin embargo, no quieren...
El camino de vuelta a Emaús está muy concurrido hoy día. Todos hemos caminado por allí alguna vez, y quizá hasta nos hemos familiarizado con cada una de sus piedras. De la mano de Cleofás y de su acompañante, recorrámoslo ahora con los ojos bien abiertos, porque sobre esa senda va a posarse un rayo de luz que atraerá sobre aquellos que se dejen despertar todo el fulgor de la mañana eterna recién amanecida.