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10 octubre 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
La sed
No tengo nombre. He pasado por el Evangelio como una sombra. Juan, que puso por escrito mi primer encuentro con Jesús, no quiso infamarme revelando mi identidad. Quizá pensó que era mejor hablar del pecado sin mentar al pecador, y yo, bien lo sabe Dios, fui una gran pecadora.
Ha pasado mucho tiempo. Escribir ahora mi nombre de pila no añadiría nada a lo que he sido. Llamadme solo «la Samaritana»; así me conoce todo el mundo. Con este apelativo genérico, quienes lean mi historia pueden imaginar que no soy nadie; si acaso, una alegoría, un género literario o un espejo donde cada uno puede ver reflejado su propio rostro.
Dos años después de mi primer diálogo con Jesús, decidí abandonar la tierra de mis padres para buscar a Cristo. Recorrí en vano toda la provincia de Galilea; regresé a Samaría; supe que había estado en Perea, y, al fin, cerca de Jerusalén, en la aldea de Betania me dieron la peor de las noticias: el Señor había sido condenado a muerte e iba a ser crucificado en la colina del Gólgota.
Subí al Calvario deshecha en lágrimas. Jesús, colgado ya del madero, con los ojos abiertos, nos miraba. También a mí, la más despreciable de sus seguidoras.
-¡Tengo sed! -exclamó.
Un soldado le acercó a sus labios resecos una esponja humedecida en vinagre, como suele hacerse para aliviar la sed de los crucificados; pero Jesús la rechazó. ¿Qué significaba, entonces, aquella queja?
Me vino a la memoria nuestro primer encuentro en Sicar. También entonces Jesús dijo tener sed. Yo había acudido al pozo y me pidió un vaso de agua, que no bebió. Al contrario, apeló a mi propia sed, esa que no la sacia ningún manantial de este mundo y que yo sentía desde años atrás: sed de amor auténtico, de pureza, de una vida fecunda. Me habló del agua viva, de un torrente que salta hasta la vida eterna. Y acabé pidiéndole un vaso de aquella agua.
En el Gólgota se repitió la historia. Jesús tenía sed de mí y me invitaba a aplacar mi propia ansiedad bebiendo del agua que manaba de su costado abierto. Así entendí que la Cruz de Cristo no es solo un instrumento de tortura y de muerte, sino una fuente inagotable capaz de calmar la sed de la humanidad entera.
¡Venid al Calvario; no tengáis miedo! Esta pecadora sin nombre ni apellido os asegura que vale la pena ser valientes y mirar a los ojos al Crucificado, que sigue teniendo sed.