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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
UNA CARRERA DESIGUAL
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró (Jn 20, 4-5).
Yo vi que la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas.
El sabio tiene sus ojos abiertos, mas el necio en las tinieblas camina (Ecl 2, 13-14).
El guardaespaldas de Cristo
En el capítulo 10 del evangelio de San Marcos (vv. 17-31), así como en sus paralelos de los otros dos evangelios sinópticos, se nos narra el encuentro de Jesús con el que hemos dado en llamar el joven rico. Me refiero especialmente a San Marcos, el discípulo de Pedro, porque es quien nos transmite este acontecimiento con una mayor riqueza de detalles interiores. Es el único que habla del profundo cariño con que el Señor miró a aquel muchacho que tenía ansias de vida eterna (cf. v. 21). Luego, cuando el joven se marcha «triste» (cf. v. 22) tras haberse negado a aceptar la exigencia de amor que se le proponía, da la impresión de que Jesús queda más triste todavía. Es fácil imaginárselo con la mirada fija en aquella alma que se aleja, no sólo físicamente, de su felicidad terrena y eterna. La expresión que entonces emplea el Señor para dirigirse a sus discípulos: «Hijos, /Qué difícil es entrar en el Reino de Dios!» (v. 24) es de aquellas que sólo pronunciará en momentos de gran tristeza: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros» (Jn 13, 33), dirá, tremendamente emocionado, en el transcurso de la Última Cena. Los apóstoles, y especialmente Pedro, debieron sentirse conmovidos ante aquella tristeza de su Maestro. Y, como queriendo consolar el corazón dolorido de Jesús, el mismo Pedro intentará calmar aquella herida con el bálsamo de su propia entrega, y la de los demás, al decir: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (v. 28). No se daba entonces cuenta de que aplicaba al corazón de Cristo un bálsamo cuyos ingredientes, junto con un gran deseo de fidelidad, contenían también un inmenso número de traiciones: en ese «nosotros» estaba Judas, y, sobre todo, estaba él mismo, que habría de negar por tres veces al Maestro. El amor que ofrecía a Jesús era un puro amor humano, con su mezcla de sí y no, aún no consagrado y purificado por el don de la gracia, y, por tanto, incapaz de satisfacer la sed de todo un Dios. El Señor, aun conociendo la miseria de Pedro mejor que él mismo, aceptará gustoso el ofrecimiento del apóstol:
Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna (vv. 29-30).
Muchas personas, crean o no en Cristo, se verán retratadas en Pedro. Su amor es enormemente generoso, y profundamente sincero, pero, en el fondo, soberbio. Experto en dar y escasamente preparado para recibir, su única obsesión es saber qué puede hacer por el ser querido y llevarlo a cabo, sin apenas reparar en que él mismo tiene más necesidad de recibir que de dar, de ser amado que de amar. Su generosidad con el Hijo de Dios es pagana, porque no parte del conocimiento de su pobreza radical y no sabe situarse ante el Amante como un mendigo que nada puede ofrecer a su Señor si Éste no se lo da primero. Sé que es una distinción muy sutil, pero quien, aunque sea llevado de un amor fortísimo, pretende dar todo al ser amado sin abrirse a recibir nada de él, se sitúa en una posición de superioridad que a la larga desbarata el mismo amor. Esto le sucede a Simón: quiere ser el protector, el guardaespaldas de Jesús, y quizá no ha pensado que es Cristo quien le guarda y le protege. Cuando el Señor prediga los sufrimientos de su Pasión, y mientras los demás apóstoles guarden un respetuoso y asustado silencio, Pedro reaccionará violentamente:
¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! (Mt 16, 22).
Es la reacción protectora del amigo fuerte que ofrece sus servicios al ser querido, garantizándole que, mientras esté con él, nada malo le sucederá. También es fácil imaginar a Simón increpando a los niños que deseaban acercarse al Maestro (cf. Mt 19, 13-14), seguro de estar con ello prestando un servicio al necesario descanso de Jesús. Y, sin embargo, en ambas ocasiones recibirá la reprensión del Señor.
Tras pronunciar el discurso del pan de vida (cf. Jn 6, 26ss.), gran número de discípulos se apartaron de Cristo (cf. Jn 6, 66). Entonces el Señor se acercó a los apóstoles, triste como siempre que las almas se alejaban de él, y les preguntó: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Y una vez más, será Pedro quien quiera apresurarse a consolar el dolor de su Maestro con sus promesas: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).