-
Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
SE REUNEN LOS REYES DE LA TIERRA Y A UNA SE CONFABULAN LOS PRINCIPES CONTRA YAHVE Y CONTRA SU UNGIDO (3 de 4)
«La obediencia, más que un obsequio permanente formal y jurídico, es penetración y aceptación del misterio de Cristo que nos ha salvado por medio de la obediencia; es estimación e imitación de su gesto fundamental, el sí a la voluntad del Padre».
La obediencia es otro de los pilares fijos de la ciudad de Dios que conviene tener en cuenta y no permitir que aparezca como algo viejo y desusado. La obediencia consiste en aceptar la voluntad de Dios aunque a veces no estemos de acuerdo con ella.
En todos los órdenes de la vida nos encontramos con que tenemos que obedecer. Siempre tenemos a alguien por encima nosotros que nos gobierna y nos ordena que realicemos tal o cual acción.
Todo en la vida consiste en una organización hecha por los hombres y que debe ser respetada por los mismos hombres. Si no aceptáramos las leyes de la circulación y nos dedicáramos a cruzar la calle cuando el semáforo señala rojo, lo más seguro es que tuviéramos un accidente. Y después una penalización por infringir una norma general.
Sin obediencia la vida sería un caos. Nosotros mismos la hemos impuesto como una necesidad para conseguir el orden. Por la misma razón, la vida sobrenatural discurre por unos cauces señalados que conocemos y que debemos seguir para conseguirla. Si no respetamos las leyes de Dios, no nos puede extrañar que el desasosiego nos acompañe.
Las indicaciones divinas se presentan en el caso de Naamán muy claras. Dios pide algo que es bueno para el alma. Otras veces nos cuesta descubrirlas, porque al juzgarlas bajo nuestro punto de vista humano pierden a nuestros ojos el valor sobrenatural que encierran. Generalmente, contrarían nuestra voluntad y nos producen dolor. Y entonces nos parece que la justicia de Dios no está bien aplicada y se origina la discusión al juzgar lo que no nos corresponde. Y en algún momento nos podemos encontrar perdidos en la oscuridad, porque no llegamos a ver qué es lo que quiere de nosotros. En todos los casos se acierta al responder con recta intención sin juzgar por nuestra cuenta. Al mismo tiempo, penetraremos cada vez más en ese misterio que es la vida de obediencia que llevó Cristo en la tierra: «estar sumiso»; eso es decir sí a Dios.
¿Y si no me lavo en el Jordán? ¿Y si no cumplo la voluntad de Dios? ¿Me pasará algo? Está claro que de momento no, pero es un modo mezquino y tacaño de responder, que en el fondo nos perjudica, porque si no hacemos lo que nos indica seguiremos cubiertos de lepra.
A pesar de que la actitud de Naamán es rebelde, el amor de Dios se manifiesta.
También, como en Israel, llega a Dios la lucha del hombre y facilita a través de las personas, de las cosas y de las circunstancias insignificantes el cumplimiento de su voluntad.
Dios envía siempre amigos, leales servidores —como a Naamán— que nos ayudan a volver, a darnos cuenta de que no es tan gran disparate llegar hasta el Jordán y lavarse siete veces en él.
Dios nos concede su ayuda a pesar de todo, aunque conoce nuestro interior poco dispuesto a responder.
Ahora no dudamos de su misericordia porque ha ablandado con su Bondad la resistencia que oponíamos.
«Sus siervos se acercaron para hablarle y le decían: Si el profeta te hubiera mandado algo muy difícil, ¿no lo hubieras hecho?, cuanto más habiéndote dicho: Lávate y quedarás limpio.
Bajó él entonces y se bañó siete veces en el Jordán, según la orden del hombre de Dios, y su carne quedó como la de un niño, completamente limpia».
Por fin, Naamán escucha a sus fieles servidores y es curado de la lepra. Ha aceptado una voluntad que no es la suya, ha abierto paso a la humildad.
Naamán ha quedado limpio porque ha contrariado su propia voluntad. En ese paso que va desde lo que queremos hasta el abandono de lo nuestro, para aceptar lo que nos pide Dios, se encuentra todo el misterio de la vida interior.
Cuando estamos dispuestos con humildad a obedecer, enseguida oímos la voz de Dios, porque lo que El nos pide sólo se oye si el corazón está en silencio; y así conseguimos adaptar nuestra voluntad a la suya sin torcerla. A esta pregunta: ¿qué quieres de mí?, que hacemos a Dios, sólo hay dos respuestas: la nuestra, la de nuestras palabras, o la suya. Es fácil hacer pasar por «suya» una «nuestra».