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19 enero 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

PEDRO Y JUAN
Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro (Jn 20, 3).
Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: «venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob:
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor» (Is 2, 2-3).

En dos ocasiones he estado dentro del Santo Sepulcro; entre ellas apenas mediaron 24 horas, y, sin embargo, al igual que María Magdalena, viví dos experiencias radicalmente distintas. Cuando por primera vez me aproximé al Monte Calvario, soñaba, como tantos otros peregrinos que visitan por vez primera los santos lugares, con una meditación reposada junto a la tumba del Señor, en un ambiente de silencioso recogimiento en el cual las horas se me figurarían minutos. ¡Quién me iba a decir que, tras la puerta de la basílica del Salvador, donde se encuentran el lugar de la crucifixión y de la resurrección de Cristo, el alboroto y la algarabía iban a ser casi mayores que en el mercado de Jerusalén! Infinidad de peregrinos de un sinnúmero de razas, nacionalidades y confesiones religiosas transitan por allí a lo largo de todo el día. Hablan, cantan, exhiben aparatosas cámaras fotográficas cuyos flashes se disparan incesantemente; se agachan unos a besar el suelo mientras otros caminan deprisa de acá para allá; se agrupan, se dispersan, comentan y miran a un lado y a otro... Con toda seguridad, la basílica del Salvador es uno de los lugares del mundo con menos condiciones objetivas para el recogimiento.
Cuando me dirigí, en el interior de la basílica, al Santo Sepulcro, descubrí que tendría que situarme al final de una larga cola de personas que, como yo, deseaban entrar en el lugar donde se halla, para los cristianos, el centro del Cosmos. Sin lugar a dudas, aun abandonada la esperanza de aquel encuentro silencioso y recogido con el que había venido soñando, merecía la pena, y aguardé pacientemente mi turno. Y cuando, por fin, pude estar dentro del sepulcro vacío de nuestro Salvador, apenas tuve tiempo de rezar un Padrenuestro. Había que desalojarlo rápidamente para dejar paso a los demás. Y salí; salí desilusionado y aturdido, sin haber tenido tiempo ni facilidades para meditar en el alcance de lo que acababa de hacer.
Subí entonces, aún dentro de la basílica, a la roca del Calvario, donde tuvo lugar el sacrificio de nuestra redención. El ambiente, en términos generales, era prácticamente idéntico al del Santo Sepulcro: gentes que iban y venían, murmullo y a veces ruido, trasiego y sensación de estar en un lugar público, en mitad de la calle. Sin embargo, el recinto, lógicamente, era bastante más espacioso, y el visitante no era apremiado a salir lo antes posible para permitir el acceso a los que venían detrás. Me senté en un banco, a pocos metros del lugar señalado como el más alto por tres cruces de tamaño natural, que recuerdan la del Señor y las de los dos ladrones, y allí recé. Sorprendentemente, recé como hacía tiempo no había rezado. En muy pocos minutos, todo aquel desconcierto de voces y gentes moviéndose de acá para allá, lejos de interferir mi meditación, me condujo dócilmente tiempo atrás, hasta los sucesos ocurridos allí mismo dos mil años antes. ¿Acaso no fue entonces así? ¿No era entonces, y especialmente aquella tarde de Viernes Santo, el Calvario un lugar público, al que acudían multitud de personas, movidos muchos de ellos por la curiosidad, a ver cómo el Imperio Romano hacía justicia a sus rebeldes? ¿No se mezclaron en aquellas horas los llantos de las santas mujeres con las burlas de los fariseos y las risas de los soldados que se sorteaban las ropas de Jesús de Nazaret? ¿Quién pudo encontrar silencio durante el tiempo en que el cuerpo de Nuestro Señor pendía del Madero, sino solamente aquellos que, huyendo, se refugiaron lejos de aquel monte, en una soledad terrible? ¡Qué fácil resultaba, en medio de aquella multitud ruidosa, acceder a la tarde de Viernes Santo!
Regresé entonces, con la mente, al Santo Sepulcro. Aquella primera mañana de la historia, en la que Cristo resucitó de entre los muertos, el huerto de José de Arimatea amaneció ya convertido en un lugar de peregrinación. Y los primeros peregrinos, que fueron las santas mujeres y los apóstoles, no acudieron allí en silencio buscando un lugar de recogimiento. Llegaban hablando sobre las dificultades a la hora de remover la piedra, se asustaban, lloraban y volvían corriendo; Pedro y Pablo llegaron allí a la carrera, y la Magdalena derramó en aquella tierra lágrimas de fuego y profirió sollozos de amor. Muy probablemente, toda la mañana fue un sinfín de idas y venidas del sepulcro al Cenáculo. Igual que en nuestros días, cada persona se llevaba de allí algo diferente, según la disposición que traían al llegar: los soldados, y las mujeres, y Pedro, y Juan, y más tarde la Magdalena... Cada uno volvió de allí asustado o esperanzado, desecho o indiferente, triste o jubiloso... Nada ha cambiado en dos mil años. Simplemente, yo había creído que me estaba acercando a la capilla del Santísimo de mi parroquia, donde tantas veces reprendo a las ancianas o a los niños que, con sus conversaciones, rompen la intimidad del silencio sagrado. Ése fue mi error.
Había pasado dos horas en aquel banco, con los ojos fijos en las tres cruces, pero con la mirada mucho más allá. Me levanté, y me acerqué, como tantos otros peregrinos, a tocar la piedra del Gólgota. Es un momento que difícilmente olvidaré.
Al día siguiente regresé al Santo Sepulcro. Pero de esta segunda visita, grabada a fuego en mi alma, hablaré más tarde. Por el momento, y mientras contemplamos la loca carrera de estos dos príncipes apostólicos, contagiados sin saberlo de las prisas de Dios, bástenos saber que el Cosmos, desde la mañana del domingo de resurrección, se une con el Cielo en un punto cercano a Jerusalén, donde estuvo el huerto de José de Arimatea, y que ese punto es, desde las primeras horas de aquel día, lugar de peregrinación para todos los pueblos.