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14 enero 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

SE REUNEN LOS REYES DE LA TIERRA Y A UNA SE CONFABULAN LOS PRINCIPES CONTRA YAHVE Y CONTRA SU UNGIDO (2 de 4)

Y otra vez el pensamiento humano entra en acción. Piensa Naamán que se ha equivocado de camino pero que ahora ha llegado el momento de ser recibido conforme a su condición.
Y la sorpresa sale a su encuentro otra vez. Ni el profeta Eliseo se dispone a recibirle ni hay señales externas que den cuenta de su poder. Simplemente un criado le dice de parte del profeta: «Ve y lávate siete veces en el Jordán».
Es tan fácil, tan sencillo, eliminar cualquier enfermedad que padezca nuestra alma, y tan difícil ceder cuando nos dejamos llevar por la soberbia, que somos capaces de retener algo que nos hace sufrir antes que doblegar nuestra voluntad.
Aceptar otra voluntad que no es la nuestra, cuesta; sobre todo cuando se ha supervalorado el yo.
Puede ilustrarnos, porque produce risa y pena, la historia de Narciso. Cuentan que vivía solo en el bosque con sus amigos los animales y las plantas, en aquel trozo de tierra donde le habían dejado. Se sentía dueño de todos y obedecido por todos. Hasta que un día descubrió algo que no conocía, una fuente. Le sorprendió y se acercó con lentitud a tocar el charco que formaba el chorro de agua en el suelo, y al hacerlo se vio reflejado en ella. No advirtió al principio que el agua le devolvía su imagen. Volvió a acercarse muchas veces para contemplar a aquel hombre que le iba a arrebatar la soberanía del bosque y con el tiempo entendió —por los movimientos y las posturas que se repetían exactas en el agua— que era él mismo. ¡Ese era él! ¡Qué belleza!, pensó, y cada día volvía a mirarse en el charco. A tanto llegó el amor por sí mismo que a fuerza de contemplarse se cayó y se ahogó.
Es curiosa esta situación y difícil; por una parte, la contemplación de nuestros propios actos nos ahoga, porque tenemos la vida atada al capricho de la voluntad, que no deja paso a los amores eternos. Por otra, ceder nos parece una traición. La misma confusión nos ata más y las protestas —porque no llegamos a entender esta situación— resultan más agudas y los razonamientos más llenos de amargura.
«¿Lavarme en el Jordán?» ¡Qué absurdo!, en mi tierra hay ríos mejores que llevan más agua. Allí lo puedo hacer mejor. La voluntad anula a la obediencia en una cosa tan pequeña como es aceptar lavarse en el Jordán. ¿Con qué derecho me gobierna a mí este profeta que ni siquiera ha salido a saludarme?
Es curioso comprobar que la palabra «derecho» ha saltado del anonimato a primera fila. Esgrimimos nuestros «derechos» casi con violencia. Hemos olvidado que al lado de los derechos va colocado el deber. Un deber y un derecho que aceptados harían feliz a cualquier hombre. Al aceptar solamente uno y colocarlo como meta en la vida, olvidamos que hemos nacido también con un deber que cumplir. El deber de aceptar la voluntad de Dios que se nos manifiesta de un modo directo o indirecto. Un deber que incluso «a veces solo» no es agobiante porque va acompañado de un adjetivo agradable «gustoso», ya que el primer deber es el Amor. El deber que sabe do¬blegarse a una voluntad distinta a la suya —porque interiormente reconoce su limitación—, que sabe hasta qué punto debe someterse y cuál es el momento en que el derecho puede tomar posiciones. El derecho solo es arrogante, avasallador; qué dura suena esta frase dicha en alta voz: ¿desde cuándo tengo yo que obedecer?
No es extraño que la primera dañada por ese pensamiento sea la familia, o sea, el mismo hombre en su parte más débil. Nos encontramos que la soberanía del hombre sobre la mujer es empeñarse en hacerla a su modo. La mujer pretende ser considerada como ella desea. Los hijos llevan la contraria a sus padres. Y los padres quieren dominar a los hijos.
Parece que lo más importante es manifestar que «mi voluntad es ésta». Y enfrentamos entonces a la voluntad y a la obediencia: ¿por qué me han dicho que me lave siete veces en el Jordán? Yo no lo entiendo, hay ríos en Siria mucho mejores que los de Israel, tienen más agua, son más bonitos y, además, son los míos, en los que entretengo mi mirada. Es un paisaje conocido para mí. ¿Por qué el Jordán ?
Todos tenemos nuestro Jordán, cuando nos empeñamos en no hacer coincidir nuestra voluntad con la de Dios. Así comienza a flaquear en nosotros lo fundamental: «se confabulan los príncipes contra Dios y contra su Ungido».