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26 septiembre 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz

He ahí a tu Madre
Tengo 90 años y he olvidado muchos episodios de mi vida, sobre todo los más cercanos en el tiempo, los de los últimos lustros, que han transcurrido veloces sin dejar apenas rastro en mi memoria. Sin embargo conservo un recuerdo indeleble y cada vez más vivo de los días que pasé con Jesús y con su Madre en Israel.
Me llamo Juan. El Maestro me eligió para ser su apóstol cuando apenas era un niño y aprendía a pescar en el mar de Tiberíades. Por Cristo lo dejé todo y jamás me arrepentí. A mi hermano Santiago y a mí nos llamó «hijos del trueno» porque éramos demasiado impulsivos y de no muy buen carácter; pero esto ahora tiene poca importancia. A pesar de mis debilidades, o quizá precisamente por ellas, fui su predilecto. Al cabo de los años, lo escribo con orgullo. También María me trataba con un afecto especial.
Nunca he sido un cobarde, pero la madrugada de aquel viernes, cuando acudí a las puertas del Pretorio rodeado por una multitud vociferante que pedía la muerte de Jesús, sentí que el pánico me paralizaba. Los sacerdotes del templo y los miembros del Sanedrín parecían borrachos de euforia. No les importó aliarse con el procurador de Roma ni que este indultara a Barrabás. Habrían sido capaces de cualquier cosa con tal de librarse de mi Señor. Y a media mañana Pilato dictó la sentencia de muerte.
Ya escribí antes cómo salimos hacia el Calvario cogidos de la mano. Enseguida comprendí que María no necesitaba a nadie para hacer ese trayecto. Yo sí que la necesitaba a ella para llegar paso a paso al centro mismo del universo y de la historia.
Allí, al pie de la cruz, Jesús me miró y dijo unas pocas palabras. Y comprendí que ese era mi sitio, que las promesas se cumplirían y que debía ser fuerte, aunque el mundo entero se derrumbase.
-Ahí tienes a tu Madre.
El Señor me encargaba que cuidase a María, que estuviese siempre con ella. No podía concebir un honor más excelso ni un consuelo mayor para mi corazón destrozado.
Desde entonces siempre fui el primogénito de nuestra Señora. Perdonadme esta vanidad de viejo. Yo celebré muchas veces la Eucaristía para Ella y puse en sus labios el Cuerpo y la Sangre de su Hijo resucitado.
Luego llegasteis vosotros.

Hoy estarás conmigo
¿Y quién es este? -se preguntaron sorprendidos los ángeles.
No tenía buen aspecto, francamente; pero llegó al Paraíso aquella misma tarde, cuando acababan de abrirse las puertas. No hubo necesidad de pedirle la entrada; le bastó con mostrar las llagas de sus manos; las mismas que tenía Jesús.
Se llamaba Dimas, fue ladrón profesional y acababa de asaltar el Cielo en su mejor golpe.