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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
Salieron al amanecer
Si seguimos el Evangelio, después de la muerte de Cristo encontramos reacciones distintas en aquellas personas que eran realmente amigas del Señor. Reacciones que, a la hora de acercarnos a Cristo en la comunión, nos pueden servir para examinarnos. ¿Realmente mi fe es tan firme como la de aquellas mujeres que sin vacilar, al amanecer, marcharon al sepulcro?, o ¿me voy con desaliento, como los discípulos de Emaús?
Nos dice San Marcos que, pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para embalsamar el cuerpo del Señor. Y al amanecer se ponen en camino hacia el sepulcro. Son mujeres que no vacilan en su fe. Seguras de encontrar a Cristo, se proveen de lo más apropiado para el momento, aromas, para que el cuerpo del Señor esté cuidado. Van firmes, con la alegría de la tristeza y pensando que tenían un obstáculo: nada menos que una gran piedra que obstruía la entrada. Sin embargo, esto no les arredra, confían en que algo sucederá, y realmente es así: la encuentran retirada. Por su fe, por su confianza ilimitada, por esa valentía de ponerse en pie al amanecer para encontrarse con el Cristo muerto —eso pensaban ellas—, la recompensa no puede ser más grande. Son las primeras que reciben la buena nueva. Son ellas las que, directamente del ángel, del enviado de Dios, reciben la gran noticia: «Cristo ya no está aquí; ha resucitado».
Pero hay algo más; hay quien permanece en el sepulcro, mientras que las otras van a comunicárselo a Pedro y a los demás apóstoles, como se les había ordenado.
El corazón de María de Magdala le dice que espere y que por lo menos esté allí donde Cristo estuvo. Y otra vez Cristo demuestra su preferencia por ella: se le aparece y entabla con ella un diálogo en el que el Maestro la llama por su nombre: ¡María! Ella reconoce la voz del Señor y se arroja a sus pies. Después contará a los demás lo que ha sucedido.
Eso es lo que nos pide Cristo, una fe inquebrantable que remueva todos los obstáculos posibles. Confiar en que al recibirle en la Eucaristía, poco a poco, irán desapareciendo esas cosas, de nuestra vida o de nuestro carácter, que nos hacen sufrir. La transformación viene con el tiempo, a pesar de que nos cueste creerlo. «¡Cuántos años comulgando a diario! Otro sería Santo —me has dicho—, y yo, ¡siempre igual!» «Hijo —te he respondido—, sigue con la diaria comunión y piensa: ¿Qué sería yo si no hubiera comulgado?» (Camino, 534). ¿Qué hubiese sido de María Magdalena si no se hubiera acercado a Cristo? Seguramente no conoceríamos su nombre; y su conversión, por lo menos, se hubiera retardado. Valentía y perseverancia; no importa que fallemos; no importa que no veamos los resultados. Interiormente, la gracia del sacramento opera en nosotros.
Quédate con nosotros, Señor
El mismo día que las mujeres, fieles a Cristo, se levantan presurosas para ir a embalsamarlo, dos discípulos, casi a la misma hora, abandonan Jerusalén.
No conocemos sus nombres, no es necesario, sabemos que van a Emaús, que distaba de Jerusalén unos sesenta estadios. Su fe es débil; están tristes por los acontecimientos. A pesar de que han participado con el Señor de sus milagros y de su predicación siguen sin entender el misterio de su muerte. Su amor es imperfecto; quizá creían en un reino terrenal; su corazón no estaba lleno de Dios.
Discuten, hablan sobre lo que ha pasado. Y en el camino, Jesús, que no quiere que se vayan, se une a ellos. Dice el Evangelio que «sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran». Es el Señor quien les habla: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». El Señor quiere que vuelvan, desea que crean y por eso le apena ver que se paran «con aire entristecido».
Comienza un diálogo que nos sirve para advertirnos de que a nosotros nos sucede lo mismo. Creemos, como ellos, que Jesús es un Profeta poderoso y aceptamos todo lo que envuelve la vida de Cristo en la tierra, sin darnos cuenta de que Cristo es Dios resucitado y puede cambiar en nosotros el corazón.
Diálogo que es sincero, porque reconocen que las mujeres encuentran el sepulcro vacío y que los ángeles dijeron que Jesús había resucitado. Y también le cuentan al Señor que Pedro y algunos también habían ido y habían visto lo mismo. Hasta llegamos a ser sinceros, pero no entramos de verdad en Dios para reconocer que es El el que nos va a dar la gracia.
«Insensatos y tardos de corazón». Es dura esta frase del Señor y debió dolerles a los discípulos de Emaús, como a nosotros ahora. Otra vez Jesús explica, empezando por Moisés y continuando con los profetas, todas las Escrituras que hablaban de El.
Soy yo, nos dice. ¿No me conocéis? Y ya parece que se ablanda el corazón y entendemos algo. Por lo menos, le pedimos que se quede con nosotros. Y cuando llega el momento de partir el pan, se les abrieron los ojos y le reconocieron. Por un signo sensible, por el sacramento de la eucaristía, comprendieron que era El.
«Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día ha declinado». Es una que, repetida en los momentos difíciles de duda y vacilación, puede acelerar la unión con Cristo. Atrae al Señor porque encierra amistad; «quédate» sólo se le dice a alguien en quien nos parece que podemos confiar, a quien deseamos hablar. A quien queremos contar lo que nos sucede porque estamos tristes.
«Porque atardece». No es buen momento para que el amigo se vaya, puede sucederle algo y con nosotros se encontrará mejor. O puede ser que el atardecer sólo sea en nuestro interior y su compañía lo va a hacer más agradable.
«Y el día ha declinado». Es una delicadeza por parte nuestra, estamos dispuestos a hospedar a Cristo. Queremos retenerle. Y aunque no lo veamos, aunque desaparezca físicamente, «nos levantamos al momento para ir a Jerusalén y contar a los demás lo que hemos visto y oído».
Es necesario que Cristo de verdad se quede con nosotros y que nosotros no olvidemos su presencia. Amor con amor se paga. Si está en el Sagrario es porque desea que vayamos a verle y a recibirle: «Se quedó para ti. No es reverencia dejar de comulgar si estás bien dispuesto. Irreverencia es sólo recibirlo indignamente» (Camino, 539) .
Dios se da entero. Sería por nuestra parte una falta grande de amor dejarle solo. Aunque sea con el corazón, desde donde nos encontremos, hacer con intensidad una comunión espiritual. Desear recibirle. No poner tasa para servirle, ya que El no la pone y se da por completo. Sabía que lo íbamos a necesitar a cualquier hora y en cada momento y no vaciló en quedarse, aun conociendo nuestra ingratitud. El Rey de reyes y Señor de señores mendiga amor y compañía. Hay alguien que nos puede enseñar ese amor a la eucaristía, alguien que nunca abandonó al Señor, desde su nacimiento hasta el pie de la cruz, la Virgen María, nuestra Madre, que fue siempre fiel. Le pedimos que nos enseñe a amarle así.